Quizás sea mi mejor relato. Finalista en la categoría de Terror y Suspense en el III Certamen de Relato Joven, organizado por Ociojoven, El hombre de la cartas
¡Que lo disfrutéis!
El hombre de las cartas
5 de Julio
“Recomendaba no abandonar la vivienda ni comunicar con nadie en un plazo de ocho días”
Ocho días. Exactamente ocho angustiosos días. Escribo estas páginas para no perder la razón por completo. Necesito expresarme, necesito hablar, aunque sólo sea en este improvisado diario de anillas. Me llamo Isabel. Bueno, creo que mi propio nombre lo recordaré al fin y al cabo; al menos, eso espero. No paro de mirar el calendario de la pared, los días marcados en rojo: lunes, martes, miércoles y jueves. Quedan cuatro abrumadores días. Atrapada en mi propia casa, en mi morada. Él mismo me lo ha dicho. No hay cerrojos, no hay candados. No me veo capaz de usar el teléfono. Siento un horror visceral.
¿Qué pretende? Noto que estoy a su merced. Cada día una nueva carta, esperando a ser leída, sabiendo que estaré dispuesta a leerla. Permanecer apartada de la cotidianeidad es perturbador. El sentimiento de soledad un martirio constante. En esta situación, sabe que con cada una dudaré, pero siempre termino por liberarla de su tormento, pues “una carta no leída, es una carta perdida, inservible y malograda”.
Procuraré dar orden a lo acontecido para hallar alguna pista, algún vestigio que me ayude a averiguar la verdad. Todo comienza con la primera misiva recibida. El cartero llamó al timbre. No acudí a tiempo, pues estaba en la ducha. Salí tan rápido como buenamente pude, me atavié con un albornoz azul y bajé las escaleras. Acto seguido recorrí la alfombra persa del salón, que absorbió mis pasos mojados, para dar con el pasillo de entrada. Al abrir la mirilla, observé arrancar la furgoneta con el logotipo de correos. Allí no se encontraba nadie. Aparté la mirada y advertí que arrastraba algo. Me agaché y lo cogí. ¿Por qué no la habrá dejado en el buzón? El sobre, de un color marrón claro, presentaba el remitente y el destinatario emborronados. Tal vez se habría confundido. Lo hubiera preferido sin vacilar. El mensaje, dirigido a mí sin lugar a dudas, no hacía gala de ambigüedades.
Me dejó perpleja. Aquellas palabras entraron como alfileres en mi cabeza directas a inflingir pavor, como si fueran partícipes de un voodoo intelectual. ¿Y si fuera una broma de mal gusto? Sí, tal vez podría tratarse únicamente del juego de algún pirado. ¿Algún conocido? ¿Alguien al cual quisiera no conocer? No es probable. No creo tener enemigos -al menos, capaces de hacer esto-. Recomendaba no abandonar la vivienda ni comunicar con nadie en un plazo de ocho días. En un primer momento, aquello me pareció absurdo. Tales exigencias no respondían a ninguna razón de ser. Sin embargo, pronto sentiría en mis propias carnes el verdadero significado de la palabra miedo.
Durante los tres días siguientes, permanecí abstraída en exceso. Por extraño que pudiera parecer, sentía un miedo horrible, demasiado intenso como para actuar con coherencia. Incontables preguntas y suposiciones se habían agolpado sobre mi testa. Comencé a sufrir de insomnio, algo prácticamente improbable en mí, dedicada doce horas a labores de limpieza. Tres noches en vela de idas y venidas, de elucubraciones paranoicas y remotas indagaciones. Sí, paranoia en el sentido más estricto de la palabra. Me sentía acechada. A todas horas, retiraba la cortinilla de las ventanas para observar, para escrutar las hileras de ventanales de enfrente. En un pequeño cuadernillo, hice un esquema de la disposición de cada una, del tiempo y las veces que se asomaban los vecinos, y de los automóviles aparcados de la zona ¿De qué modo si no me controlaría? Ésta fue mi principal obsesión durante las últimas setenta y dos horas: vigilar sin descanso a base de café y más café. Nunca me había sentido tan cansada, pero cerrar los ojos suponía ver en la oscuridad un par de puntos brillantes amenazadores aguardando cautos.
6 de Julio
“No debo abandonar, no debo hablar con nadie. Sin embargo… puedo”
Nada nuevo bajo el sol. La misma rutina un día más; un día menos para ser libre de nuevo. Se trataba sin duda de una peculiar paradoja. Permanecer las veinticuatro horas encerrada, apartada del murmullo y el traqueteo diario, siempre libre de elección. Se podría interpretar como “No debo abandonar, no debo hablar con nadie. Sin embargo… puedo”. Tal vez buscase algún conflicto interior en mí. Posiblemente, hubiera tocado una fibra sensible, un ‘click’ en mi cerebro para atormentarme. Se me podría considerar una persona susceptible. Ciertamente, impresionable con facilidad, pero algo masoquista, cuya afición predilecta no es otra que el cine de terror y suspense.
***
¡Vale! Vale Isabel. Tranquilízate, ¿OK? Aún estás sobresaltada. Me tranquilizo, me tranquilizo… va, va, ¡venga! Bien, bien…inspiro…y suelto. Gracias a Dios que acudí a aquellas clases. De no haber sido así lo hubiera pasado bastante mal. Un sonido familiar había atravesado mis tímpanos para provocarme una parálisis total del cuerpo, justo después de girar la cabeza hacia donde provenía. Tragué saliva. Nuevamente, el martilleo me erizó el pelo como si se tratasen de escarpias. ‘No lo hagas, sabes que no debes…’ Otro más. Inútil. Se supone que desde pequeños estamos predispuestos, condicionados a actuar al percibir ciertas señales. El penúltimo. Dubitativa. El corazón comenzó a palpitar con fuerza y un cosquilleo en las manos me hizo reaccionar. Fin. La adrenalina se disparó y yo con ella. Mientras marcaba el último tono, corrí escaleras abajo, descalza como estaba, y di de bruces con el entarimado. Cuando hube descolgado, era demasiado tarde. Maldije mi mala pata, nunca mejor dicho, y mi muleta, que quedó clavada. Regresé a la habitación con un gesto de desolación. ¿Cómo dudar en ese momento? Ahora pasaría el resto del día carcomiéndome por la oportunidad perdida, preguntándome quién sería y qué querría. ¿Y si se hubiera equivocado? Entraba dentro de lo probable. Incluso podría tratarse de algún vendedor desesperado de pisos a precio razonable.
***
Once y media de la noche. Buscando en el sótano he dado por fin con mis binoculares. No tienen muchos aumentos, pero cumplirán con creces. Sin embargo, me he alegrado del hallazgo abandonado durante décadas. Cuando me mudé a esta casa era lo único que perduraba. Se trata de una pila de periódicos amarillentos atados con un cordel. Tras ojearlos durante un rato, he recopilado un puñado de jeroglíficos, crucigramas y sopas de letras que seguro me vendrán geniales para amenizar la larga noche que se avecina.
7 de Julio
“Yo lo interpretaba como ‘muy bien, Isabel, lo estás haciendo muy bien”
Las cartas recibidas los días dos, tres y cuatro dejaron de centrar toda mi atención puesto que no tenían por qué hacerlo. Así, sin más, sin ninguna razón aparente, me había hecho llegar tres sobres nuevos cuyos mensajes, a no ser que estuvieran escritos en tinta invisible, no aparecían; papeles perdidos, inservibles y malogrados. Yo lo interpretaba como ‘muy bien, Isabel, lo estás haciendo muy bien’. Suponía que al no romper las normas, no existía nada de qué informarme. Se trataría de una señal para que no me relajara. Para que entendiera que él estaba ahí, sin pestañear, atento a cada uno de mis gestos, de mis movimientos.
***
Tres y media de la mañana. No sé si me estoy volviendo loca o comienzo a ver cosas raras por la falta de sueño. Si mis ojos aún perciben la realidad, cosa que comienzo a dudar, juraría que acabo de ver, con un mensaje a mi nombre, lo que he supuesto siempre un maniquí. Probablemente esté perdiendo el juicio y creo que un somnífero no sería en balde. Con los prismáticos recién estrenados, enfocando de derecha a izquierda, topé con una mujer que sostenía una pizarra. Cogió un rotulador rojo y escribió en la misma ‘permíteme ayudarte, Isabel’. Aquella frase comenzó a suscitar en mi interior la ansiedad de otras veces. La primera hipótesis que encumbró mi mente fue si tenía constancia de la situación en la cual me encontraba; prácticamente maniatada por el miedo. Justo después, cuando mi inquieta cabeza pasó a otra incógnita mayor, como era la de si se dirigía hacia mí -y no a otra Isabel-, la mujer, que vestía abrigo y sombrero rojos, borró lo escrito y puso ‘cuenta conmigo, nos vemos dentro de poco’. Eso, y su mirada petrificante clavada en la mía, pareció desvanecer todas las dudas, aunque aún quedaba una que me asaltó minutos después. ¿Habría roto las reglas?
***
Rozando las cinco antes del meridiano. La fortuna parece aliarse conmigo; al menos prefiero pensarlo así. Realizando un autodefinido, una de las acepciones decía así: ‘Descubrir, manifestar o hacer saber a alguien algo’. Nueve letras. Sin casi pensarlo dos veces, rellené las casillas: COMUNICAR. Casi salto de alegría. Reflexionando sobre su significado saqué algo en claro: de momento, no he quebrantado la norma “no comunicarse con nadie”. En el caso del teléfono, la tentación me pudo pero el traspié me salvó de un suicidio casi cantado; en el caso de la mujer de rojo, me he limitado a leer lo expuesto; ni más, ni menos.
***
El cartero dejó de llamar al timbre. Solía pasarse por el vecindario sobre las dos y media de la tarde, tres como mucho. Media hora antes ya esperaba la sorpresa que depararía la siguiente carta, casi devorando las uñas a mordiscos. Hoy por poco me delato. Nada más ver la carta sobrepasar el umbral de la puerta, me abalancé sobre ella y asesté un cabezazo que hizo retumbar la pared. El hombre, intrigado, acercó la oreja con la clara intención de averiguar si el sonido procedía del interior. Fueron tres minutos interminables donde hice la estatua como nunca, rezando para que no me fallaran las piernas en tan inoportuno instante. Esta vez la muleta había cumplido con su cometido. Tras lo acaecido, pareció desistir y continuó con su habitual ruta de promotor de sentimientos y asuntos importantes. Al poco, me derrumbé en el suelo y abrí cuidadosamente el sobre.
TOC – TOC – TOC
– Señor Richardson, señora Richardson, cojan asiento por favor -ofreció con amabilidad mientras les miraba fijamente a los ojos.
– ¿A qué se debe esta llamada tan repentina, Michael? ¿Hay reacción? -preguntó intranquilo Edward.
Michael, que era un gran amigo de Edward, señaló a un cuadernillo que se encontraba justo en el centro de la mesa, prácticamente vacía de no ser por una pila de documentos, y se lo entregó a la mujer.
– A pesar de tratarse de un fenómeno inusual, creímos conveniente no avisaros hasta que Isabel recuperara la consciencia…
– ¿Qué significa esto? -interrumpió Laura, con un gesto inequívoco de confusión tras comenzar a leerlo.
– Dejad que os explique -rogó el doctor con seriedad-. No obstante -prosiguió- en las últimas horas la situación ha dado un giro radical importante.
Ahora, el doctor sacó una revista del cajón de su mesilla y se la entregó a Edward. Con notoria preocupación, el señor Richardson la cogió y comenzó a pasar las hojas con la palma de su mano. Sin entender aún qué quería explicar a su mujer y a él sobre su hija, meneó la cabeza de derecha a izquierda:
– No…no entiendo, Michael, ¿qué intentas decirnos? Sin rodeos -exigió cabizbajo a la vez que ojeaba.
–Veréis. Ese cuadernillo lo ha escrito Isabel en estos dos días… -comenzó a contar con los dedos entrecruzados.
– ¡¿Cómo dices?! ¡¿Quieres decir que mi hija ha despertado?! -se lanzó Laura entre asombrada y emocionada.
– No exactamente -hizo una pausa-. Ese cuadernillo lo ha escrito Isabel de modo inconsciente. Sé que os resultará extraño, pero procuraré contaros cómo ha transcurrido todo en estos dos días y el por qué de esta precipitada llamada.
Edward agarró la mano izquierda de su esposa y la miró a los ojos fijamente, como si adivinara que aquello que tenía que contarles no sería nada bueno.
-¿Conocéis el fenómeno denominado escritura automática? La escritura automática, para que lo entendáis, consiste en liberar el subconsciente de la persona y plasmarlo -transcribir los pensamientos- con un simple lápiz en un trozo de papel. Hace dos días, una enfermera dejó un registro y su bolígrafo al lado de la cama de Isabel. Sorprendentemente, ella lo cogió y comenzó a dibujar garabatos, círculos y formas abstractas, hasta que paró de golpe y comenzó a escribir con gran soltura frases que eran inteligibles, algo no muy común en esto, pero sobre todo coherentes. A través de este método, muchos han manifestado haberse puesto en contacto con espíritus y diversas entidades, aunque para el caso que nos ocupa este dato es irrelevante. A juzgar por lo narrado, creemos que está reviviendo momentos pretéritos, a modo de diario, con la intención de desvelar un episodio traumático que pertenece a la semana pasada, justo hasta antes del accidente.
Mientras el Dr. Michael explicaba, los ojos de los Richardson no daban crédito a lo que oían. Muy concentrados, parecía que hubieran decidido no interrumpirle si no fuera de extrema urgencia.
– Ante esta situación, nos pusimos en contacto con un experto en este campo para que analizara aquello que Isabel quería transmitir. Como ya he adelantado, se trata de un diario que comprende los ocho primeros días de este mes. En sus memorias, insiste en un hombre que la envía casi todos los días mensajes cuyo fin desconoce. De este modo, el calvario da comienzo con una de las misivas que amedrenta sobremanera a Isabel, la cual es ésta: ‘recomendaba no abandonar la vivienda ni comunicar con nadie en un plazo de ocho días’…
Paró un instante para beber de una botella de agua y ver la reacción de los padres de Isabel, pero éstos seguían hipnotizados y cada vez más sorprendidos, sobre todo Edward, cuyos nervios afloraban a través de su pierna derecha.
-Según avanzamos, vemos que su hija muestra ansiedad ante el teléfono, como si tuviese miedo a contestar. Fue entonces cuando relacioné esto con sus problemas de disfemia en su juventud, y que parece demostrarse en una frase de relativa explicitud: ‘no me veo capaz de usar el teléfono’. Su tartamudez, unida a la lesión crónica que sufre en la pierna, nos ha hecho pensar que, realmente, no haya ningún ‘hombre de las cartas’. El especialista, a sabiendas de ambas dificultades, interpretó la frase ‘recomendaba no abandonar la vivienda ni comunicar con nadie’ como una tergiversación psicológica de la realidad, inventando entonces un sustituto, como es un hombre sin rostro, para excusar sus fobias. Es decir, no habla por complejo de su tartamudez, y no sale de casa debido a su dolencia. También hemos pensado en la posibilidad de que dicho hombre sí exista y que no sea otro que su médico personal, por aquello de la recomendación, pero, ¿por qué tendría que tenerle miedo? Aún así, hicimos las llamadas pertinentes y corroboramos que no tiene ninguno asignado.
– Un momento, Doctor. Edward, ¿te encuentras bien? -preguntó mientras tocaba la frente de su marido. Estás sudando.
Sí, sí, tranquila. Sólo que hace mucho calor aquí dentro -respondió mientras se remangaba y aflojaba el cinturón de los pantalones.
Michael enseguida se interesó por él y le tomó la temperatura. Tenía unas décimas de fiebre, pero poco más. El doctor le dio una pastilla y un vaso de agua. Después, siguió:
– Siguiendo con esta hipótesis, nos centramos ahora en cierto capítulo donde hace aparición ‘la mujer de rojo’. Ésta representaría la persona que quiere ayudarla. Cercada, tal vez, por el orgullo de Isabel de no depender de nadie, de valerse por sí misma a pesar de su estado. Se siente acechada por todo el mundo que intenta auxiliarla, por ‘permíteme ayudarte, cuenta conmigo, nos vemos dentro de poco, es decir, un agobio para ella, un acecho constante’…
– Es…espera Michael. Laura, la niña ha tenido desde siempre orgullo, ¿no? Diría que ese experto o como se llame está en lo cierto -paró al doctor para constatar con su mujer.
– Sí, la verdad es que sí. Recuerdo que de pequeña tenía miedo a coger el teléfono porque apenas la entendían pero acabó superándolo, y cuando se fracturó la mano a los doce años tampoco quiso que la ayudaran en sus tareas. Ha sido y aún es una muchacha responsable a sus veintidós años.
Mientras tanto, Michael aprovechó para anotar: ‘temblor de párpado izquierdo – tic repentino’
– No obstante, ahora nos centraremos en la segunda hipótesis, la posibilidad de que hemos dejado colgando anteriormente sobre la existencia de un ‘hombre de las cartas’. Según el especialista en escritura automática, y yo comparto su opinión como psicólogo, creemos que sí hay alguien detrás. Tenemos motivos de bastante peso para considerar que no se trata de un enredo: por un lado, si tratara de sustituir sus complejos, no figurarían las muletas; por otro, la gran coherencia narrativa, la lograda precisión en sus frases dentro del contexto a través del subconsciente. Incluso hay datos que se encontrarían confinados, como es el caso de la identidad del sujeto. El propio miedo que siente hacia éste hace que oculte su nombre y su aspecto, o lo que es lo mismo, conoce quién es pero tiene miedo a revelarlo. Esto se pone de manifiesto cuando recibe el sobre y cita que el remitente está emborronado, o en las cartas ‘vacías’. El porqué del miedo a la frase ‘no abandonar ni comunicar con nadie’ se justificaría por ser impresionable con facilidad antes situaciones que otros no darían tanta importancia. De aquí derivaría su posterior paranoia que la llevaría a vigilar sin descanso, sufriendo de insomnio, y a imaginarse el episodio de la mujer de rojo. Aunque también podría ser él disfrazado, controlándola, y también el que llamara al teléfono, para ponerla a prueba…
– Doctor, entonces, ¿cree que hubo alguien detrás de todo esto y del accidente? -quiso cerciorarse Laura no muy conforme con la primera interpretación.
– Por ello os he explicado estas dos vías. Por un lado, todo producto de su mente; por el otro, la posibilidad de que hubiera alguien detrás de todo, ¿qué piensas tú, Edward?
– ¿Conocéis de alguien que pudiera estar obsesionado con ella, algún antiguo novio o amistad malograda?
Sin pensárselo mucho, Edward negó impetuosamente con la cabeza.
-Hay un último detalle alarmante, y es por el cual os hemos avisado antes de tiempo. Hoy mismo ha escrito un último capítulo desgarrador. Si me permitís, leo íntegramente:
8 de Julio
“Me siento humillada, sucia y usada”
No has cumplido. Me has engañado. Primero me metes el miedo en el cuerpo para retenerme entre estas cuatro paredes. Luego pides que te permita ayudarme y te abalanzas sobre mí con tus falsos pretextos. Yo confiaba en ti, creí que habías cambiado después de tantos años. Siempre he ocultando aquel suceso que he llevado conmigo toda mi existencia. Pensaba que era algo normal, hasta que crecí. Y esto, esto no te lo perdonaré en la vida. Se acabó. Estoy harta. Me siento humillada, sucia y usada.
De los ojos de Laura comenzaron a brotar lágrimas de dolor, pero sobre todo de impotencia. Lágrimas que surcaron su rostro de arriba abajo. Se volvió hacia Edward y le miró con dureza:
–Edward, por favor te lo pido, mírame a los ojos.
Su gesto serio, rígido e implacable denotaba su culpabilidad. Miró hacia abajo y sacó de entre su camisa un crucifijo. Lo besó y se dirigió hacia la puerta de la consulta. Fuera le esperaban un par de policías que rápidamente le colocaron las esposas.
Dentro, su mujer seguía lamentándose abrumada, encajando un golpe que nadie está preparado para aceptar. Michael se acercó a ella, la abrazó y tiró un papel a la papelera en el cual se podía apreciar la caligrafía de Isabel: ¿por qué lo hiciste, papá, por qué?
¡Nos leemos!