El último de los relatos finalistas: Sombras y ceniza. Finalista en el primer certamen organizado por El círculo de Escritores Errantes

Relato finalista: Sombras y ceniza

Ya llega, ya está aquí, Ivihs Ila, El Hacedor de Sombras>> se podía leer en los cientos de carteles desperdigados por el pueblo. En efecto, el anuncio de la llegada de unos de los más reputados artistas había causado gran revuelo incluso entre los más viejos del lugar, que no cesaban de cuestionarse cómo el incompetente del alcalde había logrado convencerlo. Desde luego, tras los aciagos resultados de su mandato y sus promesas incumplidas, menos que poco se podía esperar de él. No obstante, parecía cierto. El ayuntamiento ya había habilitado el terreno para el escenario de la función, lejos del caserío y al aire libre, tal como el propio Ivihs Ila expresamente había pedido.

Poco a poco, con el transcurso de las semanas, el boca a boca hizo que no se conversara sobre otro tema. Tanto niños como mayores no paraban de asombrarse ante la habilidad que el mago presumía hacer gala. Una habilidad nueva para el público, incluso para el más experimentado, ilustrada en los carteles como sombras danzarinas. La noticia causó tal expectación que algunos avispados poco tardaron en hacer negocio vendiendo camisetas personalizadas y demás artículos propios de este tipo de eventos. Y desde luego, se vendían. Quizá porque no estaban muy familiarizados con visitas de tal índole. Quizá también porque se consideraba un hecho extraordinario que el Señor Alcalde hubiera tenido un mínimo de complicidad con su gente por una vez.

Caminando entre las empedradas callejuelas, directo al espectáculo, se encontraba Wesely, casi con total probabilidad el hombre más feliz sobre La Tierra. No terminaba de creerse que El Hacedor de Sombras, el gran mago de nuestro tiempo, hiciese una concesión a su ajetreada agenda. Sobre todo si buena parte de culpa la tenía él, joven entusiasta de la magia y admirador ferviente de Ivihs, al cual escribió meses atrás una carta muy sentida sobre lo que significaba su oficio para sí; el poder de hacer creíble lo increíble. Desde pequeño, desde antes, tal vez, le había fascinando el mundo de la varita y la chistera.

Wesley sabía que alucinarían con la función. Él todavía alucinaba desde que leyó una entrevista en el periódico dominical sobre el recién adquirido truco de Ivihs, obtenido en uno de sus viajes a las islas de Java. Creaba sombras. Tal cual. Pero no sombras de cualquier naturaleza, sombras chinescas como ya practicaban algunos sobre las tapias. Tampoco empleaba objetos o juegos de pulgares, y apenas hacía falta su propia intervención. Simple y llanamente, creaba sombras. O más concretamente, como le gustaba decir, las invocaba, de ahí que muchas veces corrigiera al entrevistador apuntado que, aunque su nombre artístico indicase lo contrario, en verdad esas sombras ya existían. Él sólo se ocupaba de llamarlas. Ver para creer, que dirían algunos, y vaya si lo que en breve presenciarían convencería al más incrédulo.

Quedaba apenas media hora para el comienzo del espectáculo y la luz del día daba paso a su antagónica. Un par de operarios se encontraba subido sobre el escenario, ultimando. El espacio donde concurriría el público todavía huérfano de bullicio. Pero él ya estaba ahí. Wesley no dejaría pasar la oportunidad de contemplar desde tan cerca al inigualable Ila.

Ahora, el joven se dedicaba a pasear por las inmediaciones, mirando de cuando en cuando su reloj de pulsera y observando el decorado que, a su juicio, a pesar de parecer algo estrambótico, cumplía. Sin embargo, se quedó un rato mirando hacia unos frascos, apilados en forma de pirámide, a ambos lados de la tarima. Los acababan de colocar los dos operarios, con la debida precaución, tal como advertía uno de ellos al otro con la mano. Estaban pintados. De negro, con lo que no permitían siquiera vislumbrar el interior. ¿Su función? Una sonrisa pícara recorrió la cara de Wesley. Obviamente, sabía qué había en ellos. Obviamente, ignoraba cómo demonios el truco podía funcionar con semejante elemento.

A falta de diez minutos, apenas quedaba sitio para mirar sin tener que estar encaramado a algún poste. Se podía llegar a decir sin miedo a equivocación o a caer en la exageración, que se había congregado casi el pueblo entero; o al menos, faltaban muy pocos. El minutero, para Wesley, había entrado en una dinámica parsimoniosa. Los segundos se estiraban interminables. Pero avanzaban. Sólo unos instantes…

Las luces bajaron su intensidad y se adecuaron. El gentío también. En el ambiente se respiraba expectación. Sólo se oían murmullos y risas furtivas. Murmullos y risas que a buen seguro dejarían paso a los ‘¡ohhh!’ continuados durante la actuación. Pronto, una figura espontánea emergió de la nada, la cual fue dibujándose a medida que un blanco humo se disipaba. Vestido como los clásicos, pero sin la varita de rigor, acababa de hacer aparición el gran mago de nuestro tiempo, el inigualable Ivihs Ila, El Hacedor de Sombras.

Como no podía ser de otro modo, Wesley le observaba absorto, anonadado, casi catatónico. Estaba frente a él, sí. No era una ilusión. No perdía detalle de ninguno de los movimientos que ahora llevaba a cabo; pases de auténtico prestidigitador, de maestro. Pero aún se emocionaba más con sólo pensar que lo mejor estaba por llegar, que como gran artista que era Ila, preparaba la miel aunque no para dejarla en los labios. El resto de los presentes, en efecto, se descubría con sinceros aplausos, entusiasmado.

Tras los preliminares con los que había obsequiado, Ivihs se despojó de su capa y su chaqueta, remangándose la camisa. De repente, un silencio que ahogaba inundó el lugar. El rostro del mago se tornó rígido, concentrado. Miró al firmamento antes de encaminarse hacia los frascos.

Uno por uno, los fue colocando de modo que formasen una fila y se alejó de la escena, pegándose al muro. Los ojos de Wesley titubeaban de ilusión por la llegada de aquel mágico momento.

Alzó el brazo hacia delante, con la palma extendida, y recitó algo inaudible. Todos callados, esperando, expectantes.

Uno por uno, los frascos estallaron, liberando polvo grisáceo. Ceniza. Ceniza esparcida que en el acto se arremolinó incontrolada para formar figuras sombrías. Cinco sombras que brotaron impetuosas. Mientras, aunque nadie reparara en él, Ivihs se encontraba en un estado de trance. Los espectadores, asombrados ante lo que estaban presenciando, casi sin respirar. Algunos, en cambio, se retiraron hacia atrás por miedo. Miedo a lo desconocido.

Los espectros comenzaron a moverse por el escenario como si representaran una obra teatral. Gesticulaban e incluso emulaban vestimentas, objetos que surgían tan pronto como desaparecían, o se fundían en un solo ente. Abracadabrante sería la palabra idónea.

Duró poco, como suele suceder con lo bueno. La gente, extasiada, inició el regreso de vuelta a casa. Todos hablaban. Algunos frenéticos. Otros nerviosos, balbuceando. El gran mago había estado a la altura una vez más, cumpliendo con las expectativas. Wesley, no obstante, se quedó petrificado. En su cabeza, a ráfagas, aún perduraba la función.

De repente, un chasquido. Miró a su alrededor para ver cómo el gentío le había abandonado. También advirtió la olvidada chaqueta de Ivish sobre la tarima. O eso parecía. Bajo la misma, una nota dirigida al propio Wesley. Una invitación que no podría rechazar:

<< Para Wesley, mi más ferviente admirador. Sabrás donde encontrarme. Te espero>>

Era medianoche. Wesley no vaciló un instante, emprendiendo la marcha hacia el retiro ocasional que el ayuntamiento había provisto para Ivihs, situado no muy lejos de allí. Tampoco había mucho por lo que dudar. Ila partiría temprano hacia su próximo destino.

***

Francamente, la casa desde fuera dejaba que desear. Hacía ya un par de años que su último inquilino había pasado a mejor vida. Desde entonces, nadie había reparado en ella hasta la llegada del mago. Como todos, Ivihs tenía sus manías. Prefería permanecer aislado antes de llevar a cabo las actuaciones. A buen seguro para practicar.

Una fina lluvia caía sobre el lugar. El joven se decidió a tocar en la puerta, pero no lo hizo. Ésta, como por arte de magia, se abrió rechinando. Entró con cierta desconfianza. Wesley quedó perplejo con la cantidad de polvo que había. Polvo por doquier en muebles, paredes y suelo. También, en casi todos los estantes, frascos pintados de negro. Los mismos frascos, las mismas urnas que el mago utilizaba en sus funciones. La cantidad era demencial.

El joven asomó ahora a la habitación contigua, de unas dimensiones similares, y advirtió sobre la mesa redonda del centro un papel, junto a una caja de cerillas. Era una carta:

<< Querido Wesley,

Si estás leyendo ahora este mensaje, has recorrido la mitad del camino. Siento no poder recibirte personalmente, pero surgió algo de verdadera importancia. Quería que supieras que tu carta me emocionó sobremanera. A través de tus líneas se palpaba el apasionamiento sobre la magia, hasta el punto de obligarme a plantearte una oferta difícil de rehusar. ¿Querrías formar parte de mi plantel? Tan sólo tienes que recordar una cosa: “Los mortales sólo somos sombras y ceniza” >>

<< Los mortales sólo somos sombras y ceniza>>

Un escalofrío recorrió el cuerpo de Wesley. Ipso facto, comprendió el gran truco, el gran secreto.

<<somos sombras y ceniza>>

Dirigió una mirada hacia las urnas. Ipso facto, comprendió el mensaje implícito dejado por Ivhis.

<<sombras y ceniza>>

Frialdad. Con una inusual tranquilidad, cogió una cerilla. Chasquido.

<< y… ceniza>>

Después de todo, hacía honor a su nombre: El Hacedor de Sombras.

Quizás sea mi mejor relato. Finalista en la categoría de Terror y Suspense en el III Certamen de Relato Joven, organizado por Ociojoven, El hombre de la cartas

¡Que lo disfrutéis!

El hombre de las cartas

5 de Julio

Recomendaba no abandonar la vivienda ni comunicar con nadie en un plazo de ocho días”

Ocho días. Exactamente ocho angustiosos días. Escribo estas páginas para no perder la razón por completo. Necesito expresarme, necesito hablar, aunque sólo sea en este improvisado diario de anillas. Me llamo Isabel. Bueno, creo que mi propio nombre lo recordaré al fin y al cabo; al menos, eso espero. No paro de mirar el calendario de la pared, los días marcados en rojo: lunes, martes, miércoles y jueves. Quedan cuatro abrumadores días. Atrapada en mi propia casa, en mi morada. Él mismo me lo ha dicho. No hay cerrojos, no hay candados. No me veo capaz de usar el teléfono. Siento un horror visceral.

¿Qué pretende? Noto que estoy a su merced. Cada día una nueva carta, esperando a ser leída, sabiendo que estaré dispuesta a leerla. Permanecer apartada de la cotidianeidad es perturbador. El sentimiento de soledad un martirio constante. En esta situación, sabe que con cada una dudaré, pero siempre termino por liberarla de su tormento, pues “una carta no leída, es una carta perdida, inservible y malograda”.

Procuraré dar orden a lo acontecido para hallar alguna pista, algún vestigio que me ayude a averiguar la verdad. Todo comienza con la primera misiva recibida. El cartero llamó al timbre. No acudí a tiempo, pues estaba en la ducha. Salí tan rápido como buenamente pude, me atavié con un albornoz azul y bajé las escaleras. Acto seguido recorrí la alfombra persa del salón, que absorbió mis pasos mojados, para dar con el pasillo de entrada. Al abrir la mirilla, observé arrancar la furgoneta con el logotipo de correos. Allí no se encontraba nadie. Aparté la mirada y advertí que arrastraba algo. Me agaché y lo cogí. ¿Por qué no la habrá dejado en el buzón? El sobre, de un color marrón claro, presentaba el remitente y el destinatario emborronados. Tal vez se habría confundido. Lo hubiera preferido sin vacilar. El mensaje, dirigido a mí sin lugar a dudas, no hacía gala de ambigüedades.

Me dejó perpleja. Aquellas palabras entraron como alfileres en mi cabeza directas a inflingir pavor, como si fueran partícipes de un voodoo intelectual. ¿Y si fuera una broma de mal gusto? Sí, tal vez podría tratarse únicamente del juego de algún pirado. ¿Algún conocido? ¿Alguien al cual quisiera no conocer? No es probable. No creo tener enemigos -al menos, capaces de hacer esto-. Recomendaba no abandonar la vivienda ni comunicar con nadie en un plazo de ocho días. En un primer momento, aquello me pareció absurdo. Tales exigencias no respondían a ninguna razón de ser. Sin embargo, pronto sentiría en mis propias carnes el verdadero significado de la palabra miedo.

Durante los tres días siguientes, permanecí abstraída en exceso. Por extraño que pudiera parecer, sentía un miedo horrible, demasiado intenso como para actuar con coherencia. Incontables preguntas y suposiciones se habían agolpado sobre mi testa. Comencé a sufrir de insomnio, algo prácticamente improbable en mí, dedicada doce horas a labores de limpieza. Tres noches en vela de idas y venidas, de elucubraciones paranoicas y remotas indagaciones. Sí, paranoia en el sentido más estricto de la palabra. Me sentía acechada. A todas horas, retiraba la cortinilla de las ventanas para observar, para escrutar las hileras de ventanales de enfrente. En un pequeño cuadernillo, hice un esquema de la disposición de cada una, del tiempo y las veces que se asomaban los vecinos, y de los automóviles aparcados de la zona ¿De qué modo si no me controlaría? Ésta fue mi principal obsesión durante las últimas setenta y dos horas: vigilar sin descanso a base de café y más café. Nunca me había sentido tan cansada, pero cerrar los ojos suponía ver en la oscuridad un par de puntos brillantes amenazadores aguardando cautos.

 

6 de Julio

“No debo abandonar, no debo hablar con nadie. Sin embargo… puedo”

Nada nuevo bajo el sol. La misma rutina un día más; un día menos para ser libre de nuevo. Se trataba sin duda de una peculiar paradoja. Permanecer las veinticuatro horas encerrada, apartada del murmullo y el traqueteo diario, siempre libre de elección. Se podría interpretar como “No debo abandonar, no debo hablar con nadie. Sin embargo… puedo”. Tal vez buscase algún conflicto interior en mí. Posiblemente, hubiera tocado una fibra sensible, un ‘click’ en mi cerebro para atormentarme. Se me podría considerar una persona susceptible. Ciertamente, impresionable con facilidad, pero algo masoquista, cuya afición predilecta no es otra que el cine de terror y suspense.

***

¡Vale! Vale Isabel. Tranquilízate, ¿OK? Aún estás sobresaltada. Me tranquilizo, me tranquilizo… va, va, ¡venga! Bien, bien…inspiro…y suelto. Gracias a Dios que acudí a aquellas clases. De no haber sido así lo hubiera pasado bastante mal. Un sonido familiar había atravesado mis tímpanos para provocarme una parálisis total del cuerpo, justo después de girar la cabeza hacia donde provenía. Tragué saliva. Nuevamente, el martilleo me erizó el pelo como si se tratasen de escarpias. ‘No lo hagas, sabes que no debes…’ Otro más. Inútil. Se supone que desde pequeños estamos predispuestos, condicionados a actuar al percibir ciertas señales. El penúltimo. Dubitativa. El corazón comenzó a palpitar con fuerza y un cosquilleo en las manos me hizo reaccionar. Fin. La adrenalina se disparó y yo con ella. Mientras marcaba el último tono, corrí escaleras abajo, descalza como estaba, y di de bruces con el entarimado. Cuando hube descolgado, era demasiado tarde. Maldije mi mala pata, nunca mejor dicho, y mi muleta, que quedó clavada. Regresé a la habitación con un gesto de desolación. ¿Cómo dudar en ese momento? Ahora pasaría el resto del día carcomiéndome por la oportunidad perdida, preguntándome quién sería y qué querría. ¿Y si se hubiera equivocado? Entraba dentro de lo probable. Incluso podría tratarse de algún vendedor desesperado de pisos a precio razonable.

***

Once y media de la noche. Buscando en el sótano he dado por fin con mis binoculares. No tienen muchos aumentos, pero cumplirán con creces. Sin embargo, me he alegrado del hallazgo abandonado durante décadas. Cuando me mudé a esta casa era lo único que perduraba. Se trata de una pila de periódicos amarillentos atados con un cordel. Tras ojearlos durante un rato, he recopilado un puñado de jeroglíficos, crucigramas y sopas de letras que seguro me vendrán geniales para amenizar la larga noche que se avecina.

7 de Julio

“Yo lo interpretaba como ‘muy bien, Isabel, lo estás haciendo muy bien”

Las cartas recibidas los días dos, tres y cuatro dejaron de centrar toda mi atención puesto que no tenían por qué hacerlo. Así, sin más, sin ninguna razón aparente, me había hecho llegar tres sobres nuevos cuyos mensajes, a no ser que estuvieran escritos en tinta invisible, no aparecían; papeles perdidos, inservibles y malogrados. Yo lo interpretaba como ‘muy bien, Isabel, lo estás haciendo muy bien’. Suponía que al no romper las normas, no existía nada de qué informarme. Se trataría de una señal para que no me relajara. Para que entendiera que él estaba ahí, sin pestañear, atento a cada uno de mis gestos, de mis movimientos.

***

Tres y media de la mañana. No sé si me estoy volviendo loca o comienzo a ver cosas raras por la falta de sueño. Si mis ojos aún perciben la realidad, cosa que comienzo a dudar, juraría que acabo de ver, con un mensaje a mi nombre, lo que he supuesto siempre un maniquí. Probablemente esté perdiendo el juicio y creo que un somnífero no sería en balde. Con los prismáticos recién estrenados, enfocando de derecha a izquierda, topé con una mujer que sostenía una pizarra. Cogió un rotulador rojo y escribió en la misma ‘permíteme ayudarte, Isabel’. Aquella frase comenzó a suscitar en mi interior la ansiedad de otras veces. La primera hipótesis que encumbró mi mente fue si tenía constancia de la situación en la cual me encontraba; prácticamente maniatada por el miedo. Justo después, cuando mi inquieta cabeza pasó a otra incógnita mayor, como era la de si se dirigía hacia mí -y no a otra Isabel-, la mujer, que vestía abrigo y sombrero rojos, borró lo escrito y puso ‘cuenta conmigo, nos vemos dentro de poco’. Eso, y su mirada petrificante clavada en la mía, pareció desvanecer todas las dudas, aunque aún quedaba una que me asaltó minutos después. ¿Habría roto las reglas?

 

***

 

Rozando las cinco antes del meridiano. La fortuna parece aliarse conmigo; al menos prefiero pensarlo así. Realizando un autodefinido, una de las acepciones decía así: ‘Descubrir, manifestar o hacer saber a alguien algo’. Nueve letras. Sin casi pensarlo dos veces, rellené las casillas: COMUNICAR. Casi salto de alegría. Reflexionando sobre su significado saqué algo en claro: de momento, no he quebrantado la norma “no comunicarse con nadie”. En el caso del teléfono, la tentación me pudo pero el traspié me salvó de un suicidio casi cantado; en el caso de la mujer de rojo, me he limitado a leer lo expuesto; ni más, ni menos.

***

El cartero dejó de llamar al timbre. Solía pasarse por el vecindario sobre las dos y media de la tarde, tres como mucho. Media hora antes ya esperaba la sorpresa que depararía la siguiente carta, casi devorando las uñas a mordiscos. Hoy por poco me delato. Nada más ver la carta sobrepasar el umbral de la puerta, me abalancé sobre ella y asesté un cabezazo que hizo retumbar la pared. El hombre, intrigado, acercó la oreja con la clara intención de averiguar si el sonido procedía del interior. Fueron tres minutos interminables donde hice la estatua como nunca, rezando para que no me fallaran las piernas en tan inoportuno instante. Esta vez la muleta había cumplido con su cometido. Tras lo acaecido, pareció desistir y continuó con su habitual ruta de promotor de sentimientos y asuntos importantes. Al poco, me derrumbé en el suelo y abrí cuidadosamente el sobre.

 

 

TOC – TOC – TOC

 

Señor Richardson, señora Richardson, cojan asiento por favor -ofreció con amabilidad mientras les miraba fijamente a los ojos.

 

¿A qué se debe esta llamada tan repentina, Michael? ¿Hay reacción? -preguntó intranquilo Edward.

 

Michael, que era un gran amigo de Edward, señaló a un cuadernillo que se encontraba justo en el centro de la mesa, prácticamente vacía de no ser por una pila de documentos, y se lo entregó a la mujer.

 

A pesar de tratarse de un fenómeno inusual, creímos conveniente no avisaros hasta que Isabel recuperara la consciencia…

 

¿Qué significa esto? -interrumpió Laura, con un gesto inequívoco de confusión tras comenzar a leerlo.

 

Dejad que os explique -rogó el doctor con seriedad-. No obstante -prosiguió- en las últimas horas la situación ha dado un giro radical importante.

 

Ahora, el doctor sacó una revista del cajón de su mesilla y se la entregó a Edward. Con notoria preocupación, el señor Richardson la cogió y comenzó a pasar las hojas con la palma de su mano. Sin entender aún qué quería explicar a su mujer y a él sobre su hija, meneó la cabeza de derecha a izquierda:

 

No…no entiendo, Michael, ¿qué intentas decirnos? Sin rodeos -exigió cabizbajo a la vez que ojeaba.

 

Veréis. Ese cuadernillo lo ha escrito Isabel en estos dos días… -comenzó a contar con los dedos entrecruzados.

 

¡¿Cómo dices?! ¡¿Quieres decir que mi hija ha despertado?! -se lanzó Laura entre asombrada y emocionada.

 

No exactamente -hizo una pausa-. Ese cuadernillo lo ha escrito Isabel de modo inconsciente. Sé que os resultará extraño, pero procuraré contaros cómo ha transcurrido todo en estos dos días y el por qué de esta precipitada llamada.

 

Edward agarró la mano izquierda de su esposa y la miró a los ojos fijamente, como si adivinara que aquello que tenía que contarles no sería nada bueno.

 

-¿Conocéis el fenómeno denominado escritura automática? La escritura automática, para que lo entendáis, consiste en liberar el subconsciente de la persona y plasmarlo -transcribir los pensamientos- con un simple lápiz en un trozo de papel. Hace dos días, una enfermera dejó un registro y su bolígrafo al lado de la cama de Isabel. Sorprendentemente, ella lo cogió y comenzó a dibujar garabatos, círculos y formas abstractas, hasta que paró de golpe y comenzó a escribir con gran soltura frases que eran inteligibles, algo no muy común en esto, pero sobre todo coherentes. A través de este método, muchos han manifestado haberse puesto en contacto con espíritus y diversas entidades, aunque para el caso que nos ocupa este dato es irrelevante. A juzgar por lo narrado, creemos que está reviviendo momentos pretéritos, a modo de diario, con la intención de desvelar un episodio traumático que pertenece a la semana pasada, justo hasta antes del accidente.

 

Mientras el Dr. Michael explicaba, los ojos de los Richardson no daban crédito a lo que oían. Muy concentrados, parecía que hubieran decidido no interrumpirle si no fuera de extrema urgencia.

 

Ante esta situación, nos pusimos en contacto con un experto en este campo para que analizara aquello que Isabel quería transmitir. Como ya he adelantado, se trata de un diario que comprende los ocho primeros días de este mes. En sus memorias, insiste en un hombre que la envía casi todos los días mensajes cuyo fin desconoce. De este modo, el calvario da comienzo con una de las misivas que amedrenta sobremanera a Isabel, la cual es ésta: ‘recomendaba no abandonar la vivienda ni comunicar con nadie en un plazo de ocho días’…

 

Paró un instante para beber de una botella de agua y ver la reacción de los padres de Isabel, pero éstos seguían hipnotizados y cada vez más sorprendidos, sobre todo Edward, cuyos nervios afloraban a través de su pierna derecha.

 

-Según avanzamos, vemos que su hija muestra ansiedad ante el teléfono, como si tuviese miedo a contestar. Fue entonces cuando relacioné esto con sus problemas de disfemia en su juventud, y que parece demostrarse en una frase de relativa explicitud: ‘no me veo capaz de usar el teléfono’. Su tartamudez, unida a la lesión crónica que sufre en la pierna, nos ha hecho pensar que, realmente, no haya ningún ‘hombre de las cartas’. El especialista, a sabiendas de ambas dificultades, interpretó la frase ‘recomendaba no abandonar la vivienda ni comunicar con nadie’ como una tergiversación psicológica de la realidad, inventando entonces un sustituto, como es un hombre sin rostro, para excusar sus fobias. Es decir, no habla por complejo de su tartamudez, y no sale de casa debido a su dolencia. También hemos pensado en la posibilidad de que dicho hombre sí exista y que no sea otro que su médico personal, por aquello de la recomendación, pero, ¿por qué tendría que tenerle miedo? Aún así, hicimos las llamadas pertinentes y corroboramos que no tiene ninguno asignado.

 

Un momento, Doctor. Edward, ¿te encuentras bien? -preguntó mientras tocaba la frente de su marido. Estás sudando.

 

Sí, sí, tranquila. Sólo que hace mucho calor aquí dentro -respondió mientras se remangaba y aflojaba el cinturón de los pantalones.

Michael enseguida se interesó por él y le tomó la temperatura. Tenía unas décimas de fiebre, pero poco más. El doctor le dio una pastilla y un vaso de agua. Después, siguió:

Siguiendo con esta hipótesis, nos centramos ahora en cierto capítulo donde hace aparición ‘la mujer de rojo’. Ésta representaría la persona que quiere ayudarla. Cercada, tal vez, por el orgullo de Isabel de no depender de nadie, de valerse por sí misma a pesar de su estado. Se siente acechada por todo el mundo que intenta auxiliarla, por ‘permíteme ayudarte, cuenta conmigo, nos vemos dentro de poco, es decir, un agobio para ella, un acecho constante

 

Es…espera Michael. Laura, la niña ha tenido desde siempre orgullo, ¿no? Diría que ese experto o como se llame está en lo cierto -paró al doctor para constatar con su mujer.

 

Sí, la verdad es que sí. Recuerdo que de pequeña tenía miedo a coger el teléfono porque apenas la entendían pero acabó superándolo, y cuando se fracturó la mano a los doce años tampoco quiso que la ayudaran en sus tareas. Ha sido y aún es una muchacha responsable a sus veintidós años.

 

Mientras tanto, Michael aprovechó para anotar: ‘temblor de párpado izquierdo – tic repentino’

 

No obstante, ahora nos centraremos en la segunda hipótesis, la posibilidad de que hemos dejado colgando anteriormente sobre la existencia de un ‘hombre de las cartas’. Según el especialista en escritura automática, y yo comparto su opinión como psicólogo, creemos que sí hay alguien detrás. Tenemos motivos de bastante peso para considerar que no se trata de un enredo: por un lado, si tratara de sustituir sus complejos, no figurarían las muletas; por otro, la gran coherencia narrativa, la lograda precisión en sus frases dentro del contexto a través del subconsciente. Incluso hay datos que se encontrarían confinados, como es el caso de la identidad del sujeto. El propio miedo que siente hacia éste hace que oculte su nombre y su aspecto, o lo que es lo mismo, conoce quién es pero tiene miedo a revelarlo. Esto se pone de manifiesto cuando recibe el sobre y cita que el remitente está emborronado, o en las cartas ‘vacías’. El porqué del miedo a la frase ‘no abandonar ni comunicar con nadie’ se justificaría por ser impresionable con facilidad antes situaciones que otros no darían tanta importancia. De aquí derivaría su posterior paranoia que la llevaría a vigilar sin descanso, sufriendo de insomnio, y a imaginarse el episodio de la mujer de rojo. Aunque también podría ser él disfrazado, controlándola, y también el que llamara al teléfono, para ponerla a prueba…

 

Doctor, entonces, ¿cree que hubo alguien detrás de todo esto y del accidente? -quiso cerciorarse Laura no muy conforme con la primera interpretación.

 

Por ello os he explicado estas dos vías. Por un lado, todo producto de su mente; por el otro, la posibilidad de que hubiera alguien detrás de todo, ¿qué piensas tú, Edward?

 

¿Conocéis de alguien que pudiera estar obsesionado con ella, algún antiguo novio o amistad malograda?

 

Sin pensárselo mucho, Edward negó impetuosamente con la cabeza.

 

-Hay un último detalle alarmante, y es por el cual os hemos avisado antes de tiempo. Hoy mismo ha escrito un último capítulo desgarrador. Si me permitís, leo íntegramente:

8 de Julio

“Me siento humillada, sucia y usada”

No has cumplido. Me has engañado. Primero me metes el miedo en el cuerpo para retenerme entre estas cuatro paredes. Luego pides que te permita ayudarme y te abalanzas sobre mí con tus falsos pretextos. Yo confiaba en ti, creí que habías cambiado después de tantos años. Siempre he ocultando aquel suceso que he llevado conmigo toda mi existencia. Pensaba que era algo normal, hasta que crecí. Y esto, esto no te lo perdonaré en la vida. Se acabó. Estoy harta. Me siento humillada, sucia y usada.

De los ojos de Laura comenzaron a brotar lágrimas de dolor, pero sobre todo de impotencia. Lágrimas que surcaron su rostro de arriba abajo. Se volvió hacia Edward y le miró con dureza:

 

Edward, por favor te lo pido, mírame a los ojos.

 

Su gesto serio, rígido e implacable denotaba su culpabilidad. Miró hacia abajo y sacó de entre su camisa un crucifijo. Lo besó y se dirigió hacia la puerta de la consulta. Fuera le esperaban un par de policías que rápidamente le colocaron las esposas.

Dentro, su mujer seguía lamentándose abrumada, encajando un golpe que nadie está preparado para aceptar. Michael se acercó a ella, la abrazó y tiró un papel a la papelera en el cual se podía apreciar la caligrafía de Isabel: ¿por qué lo hiciste, papá, por qué?

¡Nos leemos!

El último de los relatos breves antes de publicar los otros dos relatos con los que fui finalista:

El GRITO, de Edvard Munch


No escucho nada. Presto atención. Nada, no oigo nada. Bueno, tan sólo oigo el resquebrar de mis vértebras. Me duele el cuello. Siento presión, náuseas. Intento respirar por la nariz; nada. Por la boca; nada, nuevamente. Tampoco veo nada. Mirada asfixiante, con lágrimas secas. Nada, todo oscuro. Oscuridad infinita, honda e impenetrable.

Ahora, una tenue luz sobre mí me incomoda. Entrecierro párpados e intento taparme. Nada. Tengo las manos atadas a la espalda. Combato el resplandor girando la cabeza. ¿Qué significa esto? Los pies, también. Atados. Nada, no puedo hacer nada en la nada. Más presión. Exiguo aire, poca vista e inmovilización casi total. Sudores fríos serpenteando mi espalda venidos de mi testa.

¿Y esto? Un espejo delante. ¿Estaba antes? Fuerzo la visión, pues no consigo discernir mi imagen. Ése no soy yo. O sí. No recuerdo. Ondulada, vaga, e informe.

Un nuevo fogonazo. Esta vez ilumina más. Vuelvo a escrutarme. No, no puede ser. Es imposible. Completamente retorcido. Enteramente doblado. Corrupto. Lo veo. Me veo.

Abro los ojos. ¡Sí! Me veo las manos, me veo las piernas. Ha pasado todo. ¿Era un sueño, una reminiscencia? ¡Tal vez una pesadilla, sí, eso era!

Tras de mí advierto a dos señores comentando. A mi lado, una valla de madera. Una ojeada, después de tanta ansiedad. Estoy feliz. Me giro.

En el cielo, un fenómeno –tal vez un efecto- que no había observado en mi vida. Miles de puntos, heterogéneos, comienzan a aparecer. Curioso. Muy curioso.

Un ruido; miro. Otro; miro. Uno más; encima. El último; debajo. Aristas, bordes. Una jaula, una maldita jaula. ¿Qué significa?

¿Otra pesadilla? ¿Y mi pelo? ¡No tengo pelo! Demasiado real. Más, incluso que la otra. ¿Y eso? Son… ¡caras! ¡Rostros! Exhalo un grito ahogado hacia ellas, personas fugaces, con mis manos en mi semblante.

He quedado inmortalizado, para la posteridad, para aquéllos que intentan descifrar por qué grito, por qué soy El Grito.

Quizá el texto más complejo de los que he escrito, por las diferentes interpretaciones que puede sacar el lector acabada la historia. Por experiencia, es un texto que maravilla o deja indiferente: Nacimiento de dioses y demonios

“Todo es un ciclo” – Maestro Kitsune Onomaya

 

Nacimiento de dioses y demonios

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Kenzo Yoshitsune avanzaba presto entre los cedros, impelido por una fuerza inusitada. No era para menos. Harto desde temprana edad de trabajar sin descanso y de los abusos de su padre, mentor y educador excepcional pero falto de clemencia con quien se supone debería tenerla, decidió huir de su hogar con la intención de iniciar una nueva vida. Sólo llevaba consigo la katana de su abuelo pegada a la cintura, un arma que había derramado sangre por generaciones y brillaba carmesí cuando quería saciar su sed.

Era ahora cuando el destino perfilaba nuevos horizontes. Nuevas metas. La primera de ellas se encontraba no muy lejos de allí, en la cima del monte Kurama. Oculto para los no elegidos, el templo Kurama Dera, símbolo ceremonial de obligado paso para todo practicante de las artes marciales, lugar de culto y morada de dioses y demonios, según las viejas leyendas. Algunas de éstas hablaban de deidades nacidas del cielo, de míticos seres descendientes del mismísimo Dios de la Tormenta, hermano de Amaterasu, la Diosa Sol. Otras, reflejaban espíritus malignos alados de nariz alargada, rojos como el mismo fuego de los infiernos y custodios de los bosques, engendrados para hacer ceniza a todo aquél que osase penetrar en sus dominios.

Sin embargo, para el joven Kenzo, todo eran cuentos con los que asustar a los peregrinos. Siniestras historias que no se podían comparar con la suya propia, señalada por el estigma de su funesto influjo sobre la Madre Naturaleza. Ya desde pequeño, cuando tan sólo era un bebé, fue sometido a sesiones de exorcismo. Los bonsáis ennegrecían irremediablemente. Las plantas del jardín se pudrían mostrando carcoma en sus raíces. Incluso los altos árboles se retorcían quejumbrosos en su presencia. Gracias a los dioses, a medida que fue creciendo, el influjo mortuorio pareció disminuir con la práctica del jujitsu, de enseñanza obligatoria desde la niñez.

Quizá por esa marca aún anclada en sus recuerdos, escogió como primer punto del viaje Kurama Dera. Si algo le había dejado en claro su progenitor era el entrenamiento del cuerpo y el espíritu para descubrir su propia naturaleza humana, el sentido de su existencia en el mundo. Por ello, caminaba diligente sobre las faldas del monte, sobre todo por el cielo gris, que amenazaba con echarse encima.

La oscuridad sumergió el bosque. El viento, vago rumor hacía unos instantes, azotaba la floresta con vehemencia. Los pasos de Yoshitsune contrastaban con el silbido de los tallos de bambú, que creaban inciertas melodías. Sólo cuando el manto estrellado dejara de iluminar su camino, pararía para descansar hasta el alba.

Pronto una extraña sensación embargó al joven. Cayó de rodillas sobre el suelo embarrado, agarrándose el pecho con fuerza. Con la diestra, se golpeó sin cesar con la falsa esperanza de que minara el dolor. Se puso de espaldas y se balanceó de un lado a otro. Quemaba. Algo en su interior parecía querer salir. Profirió unas sordas palabras al firmamento, como si sirviesen para vencer la tortura a la que estaba siendo sometido. Apretó los dientes y fijó los ojos en la katana de su abuelo. Desenvainó con firmeza, apuntando directo al mal que le atenazaba por dentro. La cuchilla resplandeció. Quería saciar su sed. Un chillido desgarrador fue lo último en oírse aquella noche.


Hacía calor. Un manto tapaba hasta el cuello el cuerpo de Yoshitsune, que empezaba a vislumbrar la luz incandescente. Abrió los párpados, ya acostumbrados a la claridad del entorno. De improviso, se echó la mano al pecho palpando con violencia. Nada. Ninguna venda. No había herida. Algo desorientado, se esforzó por identificar dónde se encontraba. Por las paredes trepaban cadenas que terminaban en la techumbre, sujetando un enorme candilero. A su derredor, sólo el vacío. Se levantó hacia las puertas corredizas y salió al exterior.

Sorprendido, miró a un lado y a otro para asegurarse que estaba donde creía que estaba. Se apoyó sobre la baranda para observar la arboleda desde su posición privilegiada. El olor a pino le invadió inminente, evocando sensaciones pasadas que no lograba localizar. No había duda. De algún modo, pisaba el piso superior de Kurama Dera.

Al girarse para regresar a la habitación, una figura encapuchada apareció frente a él. En un acto reflejo, Kenzo echó mano de la katana empuñando tan sólo aire. El encapuchado se acercó y le puso la mano en el hombro, esbozando una inquietante sonrisa:

¿Cómo se encuentra, joven? –preguntó con una voz tan contundente como grave.

Yoshitsune quedó pensativo. Ordenó su cabeza, que no paraba de sugerir cuestiones, y logró articular palabra:

 – Supongo que fue el que me trajo hasta aquí. Le estoy sumamente agradecido.

 – No, no. No es a mí a quien debe. Los chicos le encontraron a unos metros de aquí, inconsciente. De no haber sido por ellos, ahora no estaríamos hablando –replicó señalando hacia la parte baja del templo. Escuche, están entrenando.

De fondo, se podían discernir débilmente choque de espadas, tintineos y gritos de combate.

¿Qué le trae por estas tierras, joven?

Yoshitsune sonrió. Tal vez el destino ya estaba escrito y nadie, ni siquiera los dioses, podían alterarlo. Algo en su interior le decía que debía ir al monte Kurama, al templo oculto para los no elegidos. No sabía como había llegado, pero estaba ahí.

Buscaba el templo. Quiero formarme en la doctrina y filosofía budista. El entrenamiento del cuerpo y el espíritu es esencial para el desarrollo, no sólo de las habilidades, sino también de la persona.

Caprichoso es el sino que nos aguarda a todos, joven Yoshitsune.

Rápido, el enigmático interlocutor sacó de su ropaje la katana y la lanzó hacia Kenzo.

 

La inconfundible espada de su abuelo, Minamoto no Yoshitsune. También cultivó nuestra filosofía en su juventud. Huyó de casa y fue a parar a este templo. Según algunas historias, cuando todo el mundo dormía, salía a hurtadillas al bosque para seguir practicando, debido a su carácter guerrero.

 

Por alguna razón, se le había negado el pasado de su abuelo. Nadie le había contado sobre su formación como guerrero, viajes a escondidas o valerosas hazañas. Algunas de sus historias hablaban de batallas imposibles. Una de las más célebres, narraba cómo venció a un poderoso monje que desafiaba a duelo a quien portase espadas. El monje, vencido su adversario, tomaba la espada para su colección. Según la leyenda, le faltaba tan sólo una para alcanzar el millar, pero tuvo la mala ventura de cruzarse con Yoshitsune, que tras derrotarle, le convirtió en su vasallo y amigo, luchando juntos hasta el fin de sus días.

El resto de la tarde transcurrió tranquila. Kenzo empezaría al día siguiente los entrenamientos, por lo que decidió acostarse con los primeros rayos de luna A pesar del cansancio, no lograba conciliar el sueño; demasiados hechos y revelaciones coleaban en su cabeza.

Poco después, algo le llamó la atención. Susurros que llegaban hasta él desde la espesura. Salió del templo con los ojos bien abiertos, preparado para desenvainar si era necesario. Cauto de no hacer ruido, zigzagueó la maraña y la carcoma esparcida por el suelo. Parecían lamentos. Poco a poco, los susurros fueron ‘in crescendo’. Yoshitsune aumentó el ritmo intentando localizar su procedencia. Comenzó a correr mirando en todas direcciones, temiéndose lo peor. Así hasta emerger de la nada una figura encapuchada, en apariencia la misma de Kurama Dera.

Las tinieblas cubrieron el cielo. Los árboles empezaron a crujir y las hojas caían marchitas entre ellos dos. La maleza se tiñó de negro, creando un paisaje demencial y triste. El miedo se apoderó de Yoshitsune. Conocía aquel efecto que infestaba la Madre Naturaleza. El influjo mortuorio que acababa con la energía vital, desatado.

La mayor de las batallas se libra por dentro. Yoshitsune luchó con honor frente a su alter ego, aquél que le acechó de niño y creció confinado por el arte del jujitsu, el que consiguió liberarse al resplandecer la espada. El ciclo se consumaba.

Ambos, perecieron en cuerpo pero no en alma. Habían hallado su destino. Uno dios y otro demonio. En su lugar, arropado, un bebé junto a la katana. Pronto sería encontrado por los monjes del templo y llevado a una casa para su adopción. Pronto, avanzaría presto entre los cedros, impelido por una fuerza inusitada No sería para menos. Asesinaría a su padre adoptivo con un arma que había derramado sangre por generaciones y brillaba carmesí cuando quería saciar su sed.

 

 

¡Nos leemos!


 

 

Dos relatos breves más, de la vida cotidiana, autobiográficos: petardo casero y Atracando que es gerundio, siendo éste útlimo en tono tragicómico.

 

Petardo casero

Las pequeñas lagartijas correteaban incansables en una botella de plástico bajo la atenta mirada de Henry y sus colegas, los cuales conversaban sobre la enésima travesura que tenían planeada. Ciertamente, no hacía falta ser un Séneca para darse cuenta que aquellas inofensivas criaturitas de Dios eran un añadido de regodeo o, más bien, de crueldad.

Todo estaba dispuesto. Eran las cinco de la tarde, la hora en la que normalmente el vecindario aún estaba ultimando la siesta. El descampado, rebosante de porquería, mala hierba y sol propio de período estival, se trataba del lugar elegido para llevar a cabo su fechoría.

Repasaron nuevamente la receta: aguarrás, aluminio, lagartijas, botella y teléfono móvil. En efecto, entre todos habían conseguido reunir los ingredientes suficientes para echarse unas risas. La idea había llegado a sus oídos gracias al profesor de química, algo inusual pues nunca prestaban atención a las explicaciones. No obstante, oír la palabra “gamberrada” de su boca les hizo poner los cinco sentido.

Llegó el ansiado momento. Henry llenó la botella de aguarrás hasta más o menos la mitad, mientras el resto de la banda creaba bolitas pequeñas con el papel de aluminio. Cuando creyeron tener suficientes, las introdujeron rápidamente a la vez que señalaban a los desdichados reptiles. Ahora tocaba agitar para que la mezcla resultara efectiva.

Hecho. Desde una distancia prudente, se encontraban los cuatro tras un banco apuntando con el teléfono móvil para grabar su obra maestra. La aparición de un sonido, al que siguió una carcajada histérica, indicaba que el experimento funcionaba. Un instante después, el movimiento brusco del bote hacia la derecha encogió a los chavales, los cuales retrasaron aún más su posición; sin embargo, de ahí no se movía nadie hasta que aquello fuese comprobado con sus propios ojos.

El proceso siguió su curso. El aguarrás, ya mezclado con el aluminio, formó un líquido homogéneo negro que comenzó a crecer en el interior; la combustión prácticamente completa. Los gases despedidos, condenados a expandirse, retorcieron las paredes y el cuello del recipiente, que comenzó a hincharse con si fuese un globo.

¡¡¡BOOM!!! Tras la ensordecedora explosión, una columna de humo emanó del desastre. Exaltados de alegría, brincando y orgullosos del éxito, se acercaron a los restos pomposos para contemplar. Ni rastro de los animalillos. El tapón seguía en su sitio. Felices como estaban, la mente de uno de ellos, como ya le sucediera al hombre en el pasado, pareció evolucionar un nivel:

¿Y si a la próxima metemos clavos?


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ATRACANDO QUE ES GERUNDIO

Atardecer de un 28 de diciembre de 2001. Mis colegas y yo estábamos en la calle, haciendo algo –no recuerdo bien- y me acerqué al contenedor de papel; supongo que para tirar algún cartón o alguna hoja, aunque su naturaleza da igual porque es irrelevante. Levanté la mirada y advertí que alguien que había saltado una valla se dirigía hacia donde me encontraba. Llevaba unas pintas para echar a correr en el momento, pero cada uno viste como le venga en gana, ¿no? Cuando se cruzaba conmigo, se paró y me preguntó algo que dejaría descolocado al más pintado. Me acusaba de haber pegado a su primo, un tal David; mientras, mis amigos, a unos metros de la escena, intentaban curiosear.

En efecto, no había tenido ninguna confrontación con nadie, por lo que repliqué con un “te estás equivocando, abogado, lo juro por Dios, tío”, cual Robert de Niro; entonces estaba de moda gracias a Cruz y Raya. Aquello no le debió de gustar mucho y recriminó que estaba burlándome de él –tal vez no conocía la frase… o yo que sé-

Sin saber cómo, seguramente por lo concentrado que estaba en ese instante, nos habíamos alejado del lugar y conversábamos como si fuéramos conocidos de toda la vida. Nada más lejos de la realidad. Me percaté de que guardaba una navaja –modelo Rambo por lo menos- en la manga de su abrigo, y continuaba encendiendo un porro de los buenos, a juzgar por el característico olor del humo. No era una buena señal eso, la verdad que no.

Tras hablar largo y tendido -parecíamos dos marujas cualesquiera-, me fijé en que Álvaro, uno de los colegas cobardes –sí, cobardes porque no se acercaban ni “por error- se encaramó a la copa de un árbol, a saber por qué, y se puso la mano a modo de visera –nuevamente, sin saber por qué- sentándose a observarnos. Mientras, otro de los gallinas se metió entre una maraña de matorrales agazapado.

Yo, que no hacía más que mirarle de arriba abajo, me estaba poniendo malo. Pero malo, malo de verdad, me puse después. Primero, me alentó a pasear a la vez que seguíamos con el diálogo, a lo que me negué con rotundidad. Después, siguió con un “¿por dónde paras?”, para terminar con “dame lo que lleves encima”. Con tembleque de piernas pensé: “creo que has dado con el tipo equivocado”. Y no porque fuera “un hacha” de las artes marciales –sabía defenderme, eso sí- , sino porque no llevaba nada encima de valor; ni móvil, ni dinero, ni reloj, ni nada de nada. Lo más que tenía para ofrecerle eran las Reebok Classic, pero las necesitaba para “salir por patas”.

Sin embargo, algo cambió todo. Repentinamente, vi una luz tras el chorizo de las narices. La luz –de la que tanto hablan los que han estado a un paso de la muerte – me daba la bienvenida, o la “malvenida”, aún no lo sabía. Por fortuna, estaba equivocado por el shock. Era el resplandor de una moto de la policía que venía a socorrerme. Fue el tipejo el que tuvo que “salir por patas”. Al parecer, ya había intentando robar a dos chavales más de la zona. Se le podría incluso admirar, pues el muy pillo aprovechaba bien sus trayectos.

 

¡Nos leemos!

 

HALLOWEEN: OUIJA Y LETRAS PEQUEÑAS

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Todo seguía según lo previsto en la víspera de Halloween. Inexplicablemente, había sido elegido por la dudosa fortuna para organizar la fiesta otro año más. Y la calificaba de tal modo porque sospechaba de mis tres íntimos amigos de toda la vida. Cuatro veces seguidas eran demasiadas. No es que me importara demasiado prepararlo todo, pero sentía que se burlaban de mí a mis espaldas. En esta ocasión, sería Dave Morris el que pasaría una noche terroríficamente divertida.

Las farolas no se demoraron en Royal Street. En la calle, los más pequeños, disfrazados de seres de pesadilla, disfrutaban con gran júbilo de la mágica noche de los difuntos. Iban de puerta en puerta con el tradicional ‘Trick or Treat’ llenándose los enormes bolsones de caramelos, pastas y chocolatinas. En las viviendas, las habitaciones estaban decoradas con precisión para crear ambiente, donde no faltaba la parafernalia habitual encumbrada por las tarántulas colgantes del techo, las brujas estampadas en las paredes y las inquietantes calabazas incandescentes de tétrica estampa. Mi madre y mi hermano habían salido con la vecina Morgan y no volverían hasta entrada la madrugada, por lo que nada ni nadie podría estropear mi broma sublimemente perpetrada.

Por fin llegaron las once en punto. El timbre, manipulado para tan especial momento, sonó como si fuese un lobo aullando a la luna enlutada que honraba con su presencia. Me cercioré de que todo estaba dispuesto y abrí la puerta. Delante de mí, Joseph, vestido de espantapájaros, azotaba a Edward y a su hermano Jonathan con un ramal de paja, mientras éstos, de vampiros, rechazaban sus vaivenes con la mano y le despojaban de su otro brazo prefabricado. Después de pedirles que terminaran con sus jueguecitos de críos, eché la llave y pasamos al salón de bienvenida. Fue entonces cuando comencé a experimentar una sensación de cierta maldad en mí difícil de describir. Sus rostros, risueños y despreocupados, se tornaron serios y rígidos al verse sumergidos en una oscuridad espesa, débilmente atenuada con una docena de velas dispuestas en círculo sobre el mesón de caoba. Se miraron los unos a los otros como si no entendieran qué demonios significaba aquello, y Joseph, que solía ser la voz cantante del grupo, balbuceó:

– Da…Dave, esto da miedo de verdad, amigo, te has lucido con la presentación, pero no se ve bien con poca luz, será mejor que…

– ¿Estoy oyendo bien? –le interrumpí– Un espantapájaros… ¿espantado? Descuida. La luz es la adecuada para esta magnífica velada. Podéis sentaros en el sofá y comer algunos dulces de la calabaza, en la mesilla. Ahora vuelvo.

–Pero Dave, ¿no vamos a salir de casa en casa como siempre o…?

– Que no, Edward, esta vez nos divertiremos con un juego… especial. El que quiera marcharse ya sabe donde está la salida. Una vez iniciada la sesión no es recomendable dejarla a medias –fingí enfadarme mientras negaba con el dedo índice

Alejándome de los tres pobres asustados, subí las escaleras y entré en mi dormitorio. Me encaminé al armario y busqué entre la multitud de libros el juego mesa durante unos instantes. Ya en mis manos, regresé al salón mientras los chicos observaban absortos el programa Entrevista con el vampiro de Castle Royal. Entonces, aguándoles los minutos de relajación que se habían permitido, apagué el televisor y reclamé su atención entonando una carcajada malévola:

— Ouija. El juego conocido por todos donde un grupo de personas procura comunicarse con el más allá. El funcionamiento es claro: alentar la aparición de entidades espirituales por medio de preguntas concretas. Como reglas a tener en cuenta, dos: nunca se debe provocar a la entidad ni abandonar si el espíritu en cuestión no lo considera oportuno.

Los semblantes incrédulos de mis amigos no lograron articular gesto. Atenazados, tal vez, por la influencia imperceptible del tablero místico invocador, se encontraban los tres en una pose demoledora, con piernas y brazos entrecruzados sin pestañear lo más mínimo, atentos a cada uno de mis movimientos mientras preparaba la escena. Situé la tabla en el centro del mesón, rodeada de las doces velas, y me senté en el sillón de terciopelo individual con reposabrazos para zurdos. Acto seguido, primero Joseph, y justo después Edward y Jonathan simultáneamente, se arrimaron para alcanzar a ver mejor.

– Comencemos. Necesitamos concentrarnos para evocar espíritus. Para ello, nos cogeremos de las manos, cerraremos los ojos e intentaremos dejar la mente en blanco.

Tras considerar que la primera fase de sugestión a la que estaba sometiéndoles era suficiente, proseguí:

– Bien. Ahora, coloraremos nuestros dedos sobre el indicador e iniciaremos el contacto

El tablero era clásico. Las letras, divididas en dos grupos arqueados, estaban custodiadas desde las esquinas por seres y astros antropomorfos. Tampoco faltaba la numeración del uno al nueve y el ‘good bye’.

Una de las velas se consumió por completo esculpiendo en sus cenizas una sugerente figura. Miré alternativamente a cada uno y luego me cercioré de si estaban preparados. Tras esto, decidí dar comienzo la sesión:

– ¿Hay alguien ahí? ¡Habla para que podamos escuchar! –exclamé con vehemencia para imprimir más veracidad

Silencio sepulcral. Tanto era así que las palabras aún resonaban en mis tímpanos. Las llamas vibraron y Joseph soltó un chillido nervioso que asustó a los hermanos, ambos cariacontecidos. El ambiente, cargado de una tensión casi palpable, resultaba asfixiante por la respiración contenida de los tres, pendientes de que la tablilla indicadora reaccionase.

Aprovechando el estado de ensoñación en que estábamos inmersos, con movimiento sutil y calmado, desplacé el testigo hasta la consiguiente respuesta:

>> S – I <<

Edward se llevó la mano a la boca y los otros dos parecieron tragar saliva, con los brazos tiesos sin despegarlos de la tablilla. Mi leve sonrisa, que después recompuse por un gesto más acorde, mostraba la felicidad que seguro habían sentido ellos cuando hacían trampa en el sorteo de nombres, pero la mía era maquiavélica. Tal vez había descubierto un hobby; tal vez me gustaba infundir temor. Luchando por no revelar esa emoción cada vez más dominante, continué con la farsa:

– ¿Eres un mensajero de Dios? ¿Un mensajero del Diablo?

Con una desatada rapidez sorprendiéndome a mí mismo, moví con habilidad hasta formar las palabras de ultratumba. El sonido al rasgar la madera macilenta era tan auténtico que me erizó el poco vello viviente en mi cara.

>> S – O – Y – U – N – E – S – P – I – R – I – T – U – E – R – R – A – N – T – E <<

– ¿Eres bondadoso? –inquirió Jonathan de improviso de un salto, antes de que pudiera seguir con mi guión preestablecido

En ese preciso momento, decidí avivar aún más la llama del miedo. Apesadumbrados por una oscuridad impregnada hasta los huesos, era la hora de los efectos paranormales. Actuando con la presteza del buen mago, accioné un botón bajo la mesa que removió la misma. El repiqueteo del testigo indicador sobre la ouija hizo que Joseph y Edward quitaran de inmediato sus dedos y separaran la mano de Jonathan, que todavía mantenía posada a merced de una profunda sugestión. Aquello me excitaba. Me sentía poderoso y todavía quería más. Por primera vez en mucho tiempo, no sentía remordimientos con ejercer de siervo del mal. La broma, la gran broma, estaba resultando tremendamente satisfactoria. Pero aún quedaba la traca final. La guinda estaba aún por llegar.

>> N – U – N – C – A<<

Enderecé las velas caídas e intenté calmar a los chicos, que dando palos de ciego, buscaban el interruptor como si fuese lo último en vida. Les dije que no podían abandonar, pero ellos hicieron caso omiso de mis advertencias.


– ¡Vayámonos de aquí, es un espíritu maligno, es un demonio! –gritó Joseph desencajado y casi sin voz

–Jonh…Jonhatan, ¿dónde estás? ¡¿Dónde estás, Jonathan?! ¡Por Dios, dime algo…!

Aprovechando el desconcierto reinante e imposible de detener, aproveché para dar el toque maestro, a pesar de haberme gustado alargar más el juego:

Espíritu… ¡manifiéstate, manifiéstate!

El chasquido seco del pomo de la puerta de entrada paralizó el caos. Un chirrido infinito arañó la estancia, enmudeciéndonos. Bajo el dintel, la efímera silueta de una mujer apareció. Miraba con ojos tiernos a la nada; feliz, inocua. Probablemente, era lo más hermoso que había visto en mi vida. Joseph, Edward y Jonathan permanecían estáticos, casi catatónicos. Sin lugar a dudas, la aparición estelar a cargo de la tienda de bromas Halloween’s Jokes estaba siendo ejecutada con maestría. Los rostros pétreos de mis amigos bien valían una foto para recordarles sus trampas. Corrí al dormitorio y saqué del segundo cajón del escritorio la cámara instantánea. Una vez comprobado el carrete, salí disparado directo a por la captura que serviría como seguro por si querían devolvérmela en un futuro. Cuando llegué no había nadie. Ni rastro del actor ni de los chicos. En ese momento maldije mi tardanza.

A la mañana siguiente, de camino al Instituto, recibí la llamada de Edward. Su voz sonaba lejana. Intenté pegar el oído al auricular pero resultó en vano. Miré la batería y observé que estaba completa. Seguí intentando, aunque no hubo manera de conseguir discernir algo claro, así que no tuve más remedio que desistir. Giré por la calle Boulevar Street y luego atravesé el parque nacional. Los barrenderos se empleaban a fondo para recoger toda la basura de la noche.

Miré la hora. Iba bien de tiempo y decidí pasarme por la tienda para felicitar su gran labor; desde luego, se habían portado con la puesta en escena y el tablero trucado. Al doblar la esquina, me extrañé al ver que la tienda, a estas horas, aún estaba cerrada. Poco después un mensaje llegaría al móvil. Lo leí incrédulo y sin entender qué demonios significaba:


Gracias por prestar su servicio a Halloween’s Jokes. Las almas de sus víctimas pasarán reconocimiento antes de formar parte de la plantilla de entidades evocadas a través del tablero ouija, tal como usted, el firmante, estableció en el contrato.

Sinceramente, Linda Blair, directora de Halloween’s Jokes

Aún alucinado con aquello, saqué de la cartera el recibo de la compra. Leí rápidamente de arriba abajo, incluida la letra pequeña. Aquello debía tratarse de una broma. Otra de las bromas genuinas de la tienda. No podía haber vendido las almas de mis tres amigos por no leer… la letra pequeña.

 

¡Nos leemos!

 

Dos relatos breves más, esta vez, para amantes de las ‘Road Movies’ o películas de carretera: ‘La receta magistral’ y ‘Carroñero de la carretera’

 

 

LA RECETA MAGISTRAL

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Mi historia les parecerá cuando menos extraña. Comenzaré por el principio, por un increíble e incomprensible principio. Si mi memoria no me falla, creo recordar que sucedió en la primera quincena de agosto, allá por la década de los años setenta.

Hice un pequeño descanso en un modesto motel de carretera. Aparqué como buenamente pude entre una señal y una pila de cajas, pues el estacionamiento estaba atestado de vehículos y no quedaba otra que buscar cualquier hueco por muy inadecuado que fuese. Sin ir más lejos, la plaza de minusválidos también estaba ocupada, aunque muy posiblemente no por alguien al cual correspondía.

Dentro del local había un gran bullicio y se podía respirar un inolvidable olor a café que haría las delicias de cualquiera. Me senté en la mesa del final y enseguida una camarera me entregó la carta. Sin pensármelo dos veces, pedí el delicioso café estrella de la casa. La pregunté cuál era el secreto, la fórmula de ingredientes para hacer que aquello fuese tan especial, tan cremoso. Me replicó que si quería saberlo después tendría que matarme. No era el primero, ni tampoco sería el último que había preguntado por ello. Importantes franquicias hosteleras intentaron en el pasado comprar la receta mágica, pero su portador, Joseph Richard, se negó siempre a desvelarla, aun pudiendo reportarle grandes ganancias económicas a razón de los beneficios obtenidos. “Un secreto familiar debe seguir siendo un secreto, y perdurar por los siglos de los siglos bajo la sangre hasta la perpetuidad. Quién sabe si en un futuro no muy lejano, lo que a mí me ha hecho rico puede que no se mantenga en los descendientes venideros”.

Una hora después, me encontraba de nuevo recorriendo la larga carretera sin apenas luz, atestada de abruptos baches que hacían resentir el eje central del coche más de lo habitual. Decidí poner la radio y sintonizar una emisora al azar, donde en ese preciso instante emitían música country. En cierto modo, soy un enamorado de este tipo de canción, aunque tal vez esta afición se deba sin lugar a dudas a mi queridísima Dolly Parton, una auténtica musa para mí.

Cuando ya llevaba unas cuantas millas, la radio comenzó a fallar. Las interferencias se fueron haciendo cada vez más evidentes y se hacía imposible captar la señal, por lo que decidí apagarla y seguir con el martirizante traqueteo del auto, el cual mostraba síntomas de renovación o, más bien, de una jubilación anticipada. Poco a poco, el cielo se fue tornando más oscuro si cabía en aquella noche estrellada, y las nubes, junto a las compañeras primeras, se fueron ocultando para dejar paso a una tormenta de mil demonios. Con la poca iluminación, junto con la multitud de gotas congregadas combatiendo con mi parabrisas, no tardaría mucho en salirme fuera de la carretera, cosa que así sucedió, y que dio origen a lo que todos creen una nimia alucinación.

Desperté desorientado, con un patente dolor de cabeza. Tenía un aparatoso vendaje que cubría mi antebrazo. Miré alrededor y observé asombrado, procurando adaptar las pupilas a la intensidad lumínica del lugar. Me encontraba en una sala circular, totalmente vacía de no ser por la cama y mi propia presencia. De repente, justo en el preciso momento en que me incorporaba, la única puerta que había se abrió y apareció una criatura de piel gris, con unos grandes ojos negros y la cara ovalada, provisto de un par de antenas, y de piernas y brazos alargados y finos. En cambio, su torso era bastante abultado. Algo que me llamó mucho la atención fue el olor que desprendían, un olor que conocía de antes. Mis ojos no daban crédito. Se trataban de extraterrestres, sí, de seres de otro mundo, de una dimensión paralela a la nuestra.

Me llevó a una gran habitación. Al fondo pude discernir a alguien. El estimado extraterrestre me dio una cajita de madera e hizo ademán de que se la entregara a aquella fémina de su especie. En un principio me mostré dubitativo, pero llegué hasta ese ser grisáceo que estaba de espaldas. Conté hasta diez en mi mente y puse mi mano en lo que supuse su hombro. Entonces, se volvió hacia mí. Sus ojos brillaban aunque no sabría decir con qué emoción. Mis dedos se posaron sobre el cierre de la cajita y, tras un chasquido, pude comprobar lo que contenía.

Un par de alianzas. Nada menos que dos alianzas de boda. Lo primero que intuí fue que me habían elegido como su prometido, y así fue. Sin embargo, ahí no acabarían todas las sorpresas. Si estar rodeado de hombrecillos patilargos era increíble, más sorprendente fue enterarme de la existencia de una mujer en la nave, que también estaba destinada a compartir su vida con un jovencito humanoide, y que fuera la mismísima camarera de la cafetería del motel. La pobre parecía dormitar plácidamente en un habitáculo acristalado, y siempre que podía me pasaba a contemplarla.

Por fin llegó el día de la boda compartida. Los allí presentes, vestidos por primera vez con vistosos atuendos de gala -quién lo iba a decir de estos seres tan reservados- se hallaban sentados. La música eclesiástica tan habitual de La Tierra aquí era sustituida por una de Dolly Parton, así que me sentía bastante a gusto. Incluso pensé en quedarme con ellos. Pronto divisé la llegada de mi futura esposa, quien me cogió del brazo y me miró con ternura. Poco después llegó la mujer, aún dormida pero sostenida en brazos por su ya casi marido.

Todo estaba dispuesto. La música se detuvo y el cura inició la misa nupcial. Ahí me encontraba yo, casándome por segunda vez:

Señor Terrestre, ¿aceptas a Kukukú como tu esposa? ¿Prometes serle fiel en lo próspero y en lo adverso, en la salud y en la enfermedad, amarla y respetarla todos los días de tu vida?

Sí, acepto.

 

Ahora tocaba el turno a mi novia:

 

Kukukú, ¿aceptas a Señor Terrestre como tu esposo? ¿Prometes serle fiel en lo próspero y en lo adverso, en la salud y en la enfermedad, amarla y respetarla todos los días de tu vida?

Sí, acepto.

Tras la mutua aceptación, ya me las veía felices, viviendo con una nueva raza de seres vivos, más avanzados y que me querían. Pero algo inesperado aconteció.

Leiko, despierta a Señora Terrestre -profirió el cura-

Despierta querida -dijo mientras la acariciaba el rostro-


Al ver que no despertaba, susurró a su oído de nuevo la frase. Y ella en ese momento abrió los ojos. Lo miró todo con extrañeza durante unos segundos y cuando lo vio, gritó. Aquel grito ensordecedor era tan intenso que atravesaba las finas cristaleras que hacían de paredes, y los pilotos de la nave parecieron reaccionar a ello. Éstos se tambalearon en sus asientos, no sin antes reventar sus sesos, y supongo que acabamos estrellándonos, pues tras esto no recuerdo muy bien que ocurrió.

Aparecí en el motel, tumbado sobre la mesa, junto a una taza del gran café estrella cuyo olor, cuyo aroma… me resultó alarmantemente característico. Estaba completamente vacío. Al fondo se podía distinguir un silbido continuo. Una de mis manos apoyada sobre un papel en el cual pude leer: “Ahora ya sabes cuál es el ingrediente secreto” Levanté la cabeza y la vi, a la camarera, que me obsequió con un inconfundible guiño.

 

 

 

Carroñero de la carretera

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Con el atraco a aquella gasolinera había conseguido finalizar con éxito el tránsito de “La carretera del Diablo”. Los viejos del lugar la llamaban así porque tenía la peregrina particularidad de envolver a los conductores y desterrarlos para siempre. Ciertamente, la lista se hacía interminable: Alfred Lukha, Robbin Usred, Frank Hsurbyug… Todos aquéllos habían sido vistos por última vez en esta vía hacia el destino desconocido, en esta vía que no admitía variación de horizonte, gravilla y arena. “Si quieres seguir con tu preciada vida, forastero, será mejor que des media vuelta. En caso de proseguir con tu camino, el Carroñero de la Carretera vendrá a por ti”. Se trataba de una clara advertencia para conductores con afán de aventura. Para conductores, tal vez, amantes de las ‘road movies’ o ‘películas de carretera’.

Existía una canción como tributo a uno de estos desamparados aventureros. Se titulaba “Same Destiny”. Era un nombre muy apropiado. La radio no hacía más que retransmitirla una y otra vez por esta zona, pero no me cansaba de escucharla. Es más, me sentía identificado con ella. Robar gasolineras siempre resultaba monótono. Cargar el depósito del coche, pillar un par de bolsas de patatas, un regaliz y el montante de la caja registradora era mi imperturbable ‘modus operandi’. Aunque, cierto era, tampoco venían mal algunas cosillas de casuales navegantes perdidos. A veces, incluso tenía que herirlos para conseguir lo que quería o, en el peor de los casos, matarlos. Y era demasiado fácil. Nada más verme, sus rostros reflejaba un terror indescriptible. Parecía que hubiesen visto un fantasma.

Creo que soy un buen atracador. Nunca me han cogido y, por alguna razón que no alcanzo, nunca he visto mi rostro estampado en un cartel de ‘se busca’. Antes solía verlos bastante a menudo. Ofrecían buenas recompensas; más si se recuperaba al menos gran parte del botín perdido. Me gustaría ver algún día cuánto ofrecen por mí.

Mientras tanto, esperando a que tal día llegue, seguiré recorriendo esta ruta, apropiándome de las pertenencias de los demás como el más ruin, corrompido y despreciable de los ladrones de carretera.

 

 

¡Nos leemos!

 

 

 

 

 

UN RELATO FRANCAMENTE ATERRADOR

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Abrí los ojos sobresaltado por una pavorosa pesadilla. ¿Pesadilla? Bueno, eso depende. Es ahora cuando me pregunto qué diferencia existe entre un sueño y una pesadilla. Es decir, lo que para unos es un estado de ensueño cálido, feliz e inocuo, para otros es un tormento que devora sus entrañas en un lapso de tiempo que resulta muy real. Tan real que pondríamos la mano en el fuego porque aquello, si en verdad no había sucedido, se quedara confinado en ese mundo alternativo que fue otorgado por El Creador para quién sabe qué.

Me encontraba en un tren, intentando todavía adaptar las pupilas a la abrumadora luz que bañaba el vagón. La cefalea que llevaba encima era demoledora. Algo mareado y con las manos en las sienes, miré al suelo cromado procurando aliviar esa sensación que otras veces me había hecho vomitar. Lo cierto es que estaba hecho una auténtica pena; olía a alcohol y la camisa la llevaba por fuera, síntoma de, casi seguro, una noche de fiesta desenfrenada.

Al alzar la vista al frente, un señor cuyo aspecto rememoraba las películas de los años 30, con unas orejas puntiagudas que soportaban un bombín clasicista, y acompañadas de unas gafas redondas y un bigote acaparador de seguro muchas miradas por su opulencia, me observaba con ojos inquisitivos, como tratando de escarbar en mi febril mente para desenterrar las respuestas que buscaba. Eludiéndolo, me fijé en el resto de pasajeros cercanos. A mi izquierda se encontraba un orondo hombre ocupado con el periódico matutino. Dos asientos más allá una mujer y su hijo parecían jugar con una figura de lo más siniestra, mientras que una caterva de jóvenes insensatos hacían lo propio fingiendo haber sido mordidos por un hombre-lobo, alentando los suspiros de los allí presentes. Desde luego, energúmenos brincando era lo último que necesitaba para salir corriendo al hospital de aquí a poco.

Seguí escrutando el espacioso coche. Me llamaron la atención sobremanera los ventanales, foscos como nunca antes los había visto, casi tan negros que apenas permitían vislumbrar el exterior. Desperdigados por las paredes e incluso en el suelo, carteles y panfletos de la llegada a la ciudad de la nueva estrella musical del momento. De fondo, alguien tocaba un violín. Una melodía que aliviaba y que llenaba los oídos con sus suaves acordes. Cerré los párpados evocando una imagen que sirviese de panacea para el dolor. Un lugar. Una habitación.

Estaba tumbado con el torso desnudo. La ducha repicaba, al son del dulce tarareo de una mujer. El crepitar de la chimenea mantenía cálida la temperatura. Un dormitorio bonito y acogedor, sin duda. Enseguida salió ella, ataviada con una toalla mirándome lasciva, acercándose a la cama. Mi corazón golpeaba con fuerza. Comencé a sentir un deseo carnal irrefrenable. Procurando atenuar mis manos trémulas, vacíe lo poco que quedaba de la botella de champagne en una copa y la bebí de un trago, sin dejar de observarla, de recorrer sus voluptuosas curvas. La melena reposaba sobre sus hombros; rubia, casi fogosa. Sus ojos, azul cielo, destinados a llevarme a lo más alto. Sus labios, rojo carmesí, sugerían la más desmedida de las lujurias. Quien no cayera a su embrujo tenía poco de mortal. Anonadado por su belleza, hipnotizado por su hermosura, me arrebató el vaso y lo lanzó contra la pared. Pronto, sus delicadas manos me acariciaron el rostro y traspasaron mi cabello, alborotándolo, cada vez con más ímpetu. Ella sabía lo que quería. Entendía que necesitaba ese masaje para apaciguar mis males, pero también deseaba más. Se abalanzó sobre mí despojándose de su toalla, libre como Dios la trajo al mundo. Comenzó su juego, de abajo a arriba, surcando con la lengua mi cuerpo. Poco a poco, avanzaba. Disfrutaba de aquel placer. Ambos. Me había entregado a ella como si ya hubiera cumplido en la vida, sin preocupaciones. El libre albedrío se consumaba. Su boca me rozaba el cuello, notaba el calor de sus labios, la humedad de su garganta. Sus besos se convirtieron en pequeños mordiscos. Cambiaba de lado y seguía, esculpiendo con finura su marca, su sello. Sadismo, dolor plácido. Perversión refinada ejecutada con maestría. Ahora, cara a cara, recé por que se detuviese el tiempo para poder escapar. Sus colmillos, sanguinolentos, me revelaron sus verdaderas intenciones. Una dentellada en la yugular me devolvió a la realidad.

De nuevo, desperté de una pesadilla. ¿Pesadilla? A eso me refería. ¿A quién no le gustaría vivir aquello? Lo cierto es que la jaqueca había disminuido, no mucho, pero lo suficiente. El tipo del violín pasaba ahora su funda recogiendo monedas, y yo, gustoso por haberme ayudado, metí la mano en mi bolsillo para obsequiarle con una merecida recompensa. Se paró delante de mí, esperando, pero no encontré la cartera por ningún lado. Ni en la camisa ni en los pantalones. El señor de mi derecha, cuya faz estaba tapada por la visera de una gorra, detuvo mis vanos intentos con un ademán y fue él quien pagó por los dos, echando un par de billetes. Recuerdo perfectamente lo que dijo, todo ello con un extraño guiño de complicidad: “Hoy por ti, mañana por mí, hermano”.

Tras agradecerle su gesto, algo perplejo por su sentido de la religión, supongo, volví a reencontrarme con la mirada enigmática del señor del bombín. Por momentos, daba la sensación de estar sentado frente a una estatua. No movía ni un solo músculo del rostro, ni siquiera se inmutaba un solo pelo de su magno bigote. Descansando los brazos sobre un bastón metálico y vestido enteramente de negro, había estado observándome durante todo el rato. Hice todo lo posible por desviar la atención de esos ojos amenazadores, pero era inevitable. Cuando por fin me distraía con cualquier nimiedad, nuevamente nos cruzábamos fulminándonos, el uno al otro, como si se tratase de un duelo al sol de un Western, pero sin duda a él le sobraban sagacidad y templanza por los cuatro costados. Sagacidad porque a buen seguro se trataba de alguien que con sólo mirar de frente adivinaba con qué clase de persona entablaba. Templanza porque daba la impresión de que podría quedarse así hasta el día del Juicio Final.

Aquella situación no podía perdurar hasta la eternidad. Me estaba poniendo nervioso. Tanto, que incluso el asiento comenzaba a incomodar. De seguir así, no duraría mucho tiempo sentado. Me levantaría y me agarraría a cualquier barra para esfumar de mi mente el semblante del señor del bombín. Sólo faltaba eso. Que tuviera pesadillas con “El señor del bombín”, como ya le había bautizado. Y éstas desde luego lo serían para cualquiera. Sin embargo, aún no me encontraba bien de la cabeza. Algo me golpeaba ahí dentro, como si fueran leves martillazos que anteceden al impacto final. Contaría hasta diez antes de hacer nada, no fuera que me marease y me desmayara, suponiendo otro ensueño fatal.

Seguía sin pestañear. ¿Había pestañeado? Si me jugara la última pregunta en un concurso televisivo, no sabría que responder. Es decir, era completamente inhumano. Ahí, quieto. Firme como una escultura. Más bien encajaría como figura de cera en un museo. A buen seguro muchos dudarían al visitarlo. Más aún, ¿el resto de pasajeros no se había percatado? ¿Habían asimilado que ‘ése’ se trataba de un ‘eso’, un adorno o un monigote? Ya no sabía lo que decía, ni siquiera entendía qué demonios pensaba. El único atisbo de razón que parecía comprender era que estaba delirando a causa de la fiebre. Lo mejor sería bajarse en la próxima estación e ir directo a urgencias.

Notaba el ambiente cargado, casi que se podía condenar de insano. Comencé a notar que por las piernas no corría la sangre. Tanto tiempo sin andar las habría engarrotado y pensé: “qué mejor solución que dar un paseo para despejarme”. Justo al levantarme, advertí que en el suelo había una tarjeta blanca. La cogí y la volteé, leyendo lo escrito: “Homenaje a Polidori”.

¿Y bien? –escuché a alguien preguntar.


De inmediato, levanté la vista y miré alrededor. Nadie parecía estar hablando con nadie, y mucho menos conversando consigo mismo. Tampoco se trataba de algo extraño. No obstante, hubiera jurado que se dirigían a mí por la dirección de la voz. Mis compañeros de asiento seguían a lo suyo, el uno consumido por las líneas del periódico, y el otro ahora conciliando el sueño.

Nice to meet you, Evan.

¡Demonios! ¿¡Quién me hablaba?! ¡Sabía mi nombre! Una vez más oteé a mis acompañantes. Seguían en la misma postura. Pronto se me pusieron los pelos de punta. Inglés. Si tuviera que señalar a uno sería…

¿Y bien? ¿Qué tal te encuentras, Evan? ¿Te sientes…más vivo? ¿Más…muerto, tal vez?

Mis ojos, atónitos, se posaron sobre el señor del bombín. Hablaba…sin hablar. Es decir, no movía la boca, o al menos no parecía moverla.

Sé lo que piensas. Pensarás que estás delirando, ¿verdad? Que es imposible que esté en tu mente. Telepatía, si lo prefieres. Bueno, no te preocupes. Te acostumbrarás. Poco a poco. Al principio, todo te parecerá una maldita pesadilla, que esto no puede ser real, que quizás la fiebre, el dolor de cabeza, hace que alucines…

Ahora sí que se podía hablar de cara a cara, mejor dicho, de estatua a estatua. Me encontraba completamente paralizado. No sabía qué decir. No sabía cómo reaccionar. Escuchando al tipo de enfrente.

Perdona. No me he presentado. Me llaman “El muñeco de ventrílocuo”. Mi misión, aquí en este tren es la de ayudar a los nuevos a dar el paso definitivo. No todos lo consiguen. Muchos se vuelven locos intentando locuras, creyendo que no son lo que verdaderamente son. Desde que esos dos de ahí te trajeron, Fenos y Tura, no he perdido ni un solo segundo en observarte. Cada movimiento cuenta, cada gesto…

Era demasiado. Mientras “hablaba”, me fijaba más y más en sus labios sin discernir bien si se movían. Seguí escuchando:

Perplejidad, supongo. Esto no ha hecho más que comenzar. No queda otra salida. Aceptar o ser aceptado. Ser aceptado como pasto para el resto, quiero decir. Aceptar. Aceptar tu destino ¿Crees en el destino? Yo dejé de creer en él cuando me convertí en lo que soy, en un vampiro. ¿Qué sabes de los vampiros, Evan? Siendo uno todo son ventajas. Llámalo evolución, llámalo selección natural. Cuando eres inmortal, ¿qué importa el sino, qué importa el destino? Repito, ¿qué sabes? Recuerda. Echa un vistazo a tu alrededor…

Como en las películas de ahora, ese efecto llamado bullet-time invadió el vagón por completo. El tiempo ralentizado. Se podían apreciar en el ambiente cúmulos de suciedad, casi se palpaba la temperatura. Era increíble. Cuando todo va tan lento, se advierten detalles infinitos. Al poco volvió la normalidad.

¿Algo anormal que quepa reseñar? Evan, ¿hacia dónde te diriges? ¿Por qué estás en este tren? Claro que no lo sabes. Estás asimilando lo que eres. El libre albedrío, sin preocupaciones. ¿Nos hemos detenido alguna vez? Los pasajeros son los mismos, ¿verdad? El cine y la literatura están llenos de mentiras, tantas, que después de repetirlas una y otra vez se han convertido en verdades. En cierto modo, se podría decir que las mentiras son vampiras. Se alimentan de la ingenuidad de las personas para fortalecerse, para convertirse en certeras. Tan ciertas como que tú y yo pertenecemos a una raza superior. ¿Qué es lo que debo enseñarte? ¿Qué es lo que debo dejar de enseñar? El ajo es un cuento chino. El agua bendita apenas lastima, más aún con la poca fe profesada hoy en día; por ende, los símbolos sagrados corren por los mismos derroteros. La estaca en el corazón no es más que un falso Talón de Aquiles; sólo paraliza hasta que la extraes de cuajo. Es más que evidente, ¿no? Piensa…

Diagnóstico: tenía que haberme dormido. Estaba soñando, estaba teniendo una pavorosa pesadilla. Era una locura. Aparté la vista de aquella cara, de aquellas facciones rígidas que machacaban la razón. Sin embargo, no hice más que empeorarlo todo. Como si fuera un asesino, como si de un chivato me tacharan, la mujer y su hijo, los jóvenes alborotadores de antes, el violinista… todos, todos me señalaban con el dedo.

Es lógico. No hay que olvidar que un vampiro es un no-muerto. ¿Lo ves ahora? Pálido como un muerto. Está muerto porque no corre la sangre, y esto es causa de que su motor, el corazón, también está muerto. ¿Ya lo notaste, la sed de sangre? Cuando se muere, el alma se libera. Seguro que te fijaste en los ventanales del tren. ¿No te han parecido…inusuales? Negros para no levantar sospechas. Nosotros no nos reflejamos en las ventanas, en los espejos, porque ya no tenemos alma…

Mientras escuchaba sin saber qué hacer, catatónico, advertí una visceral estampa en el extremo izquierdo del vagón, al fondo. Tres…vampiros, mordiendo y arrancando las entrañas a un pobre discapacitado tirado en el suelo, al son del chirriar de la silla de ruedas como tétrico acompañamiento musical.

Una cosa más. La luz solar nos devora convirtiéndonos en polvo. Los ventanales tienen doble función, como ves. Por cierto, ya has tenido algún sueño de vampiros, ¿sí? No es cuestión de creer, es cuestión de ver, oír e inquirir en uno mismo. Espero que hayas comprendido. Bien, ya falta poco. Instruido y preparado. Pronto, muy pronto, podrás experimentar una segunda juventud, la vida eterna está tocando a tu puerta. Ah… y no te preocupes por las medidas.

Recuerdo que al pestañear todo volvió a la aparente normalidad. El tren estaba vacío. El sonido del exterior hizo que advirtiese las puertas mecánicas abiertas. Confuso salí de aquel tren de pesadilla.

***

Subiendo las escaleras de mi apartamento topé con un par de transportistas descansando sobre un gran paquete. Cuando vieron que me dirigía hacia la entrada, me preguntaron si, en efecto, trataban con el Sr. Evan. Asentí, firmé el papel y les indiqué que lo dejaran en la cocina para que no se molestaran más, pues según uno de ellos “pesaba como un muerto”.

Luego me tiré en el sofá, terriblemente agotado. Había deambulado durante toda la noche dándole vueltas a la extraña sensación, pesadilla o lo que fuese que había vivido. Nunca me había pasado nada igual. No encontraba ninguna explicación lógica. Tampoco recordaba nada de la noche anterior. Supongo que me echaron algún tipo de alucinógeno en la bebida.

Poco tardé en sentir curiosidad por el paquete. Normalmente, los clientes me solía enviar muebles para repararlos, para darles una capa de pintura e incluso a veces para adornarlos o añadirles piezas, pero nunca de un tamaño tan considerable. Bajo mi nombre había una etiqueta pegada donde se podía leer: “felicidades. Espero que hayamos acertado con el modelo. Y no te preocupes por las medidas.” Repentinamente, sentí un pequeño escalofrío. Un temor que alcanzó su cenit al abrir la caja.

Retrocedí unos pasos sin dejar de mirar hacia el interior de la misma. Meneé la cabeza de un lado a otro convenciéndome de que no podía ser real. Como broma macabra era digna de galardón. Pensé que se trataba de una increíble casualidad. Algún cliente lo habría enviado para pintarlo, para que le hiciera algún arreglo, tal vez. Luego la frase del señor del bombín resonó en mis oídos: “no te preocupes por las medidas”.

Apresuradamente, corrí al cuarto de las herramientas y me hice con uno de los martillos colgados de un tablón de la pared, junto con una cuchilla. Regresé a la cocina y aticé a la única silla hasta desvencijar las patas. Cogí una de éstas y comencé a darle forma. A darle forma de estaca. Estaba decidido a dar fin a aquella situación del único modo fiable. Afilé la madera con cuidado y precisión, tallándola como si se tratase de un encargo para alguien importante.

Había llegado la hora. La hora de ‘ver, oír e inquirir en uno mismo’. Miré hacia la caja. Observé mis manos. Estaban temblando. En ambas, martillo y estaca. Después, martillo en estaca. Al final, estaca perforando corazón. La sangre se derramó sobre las virutas de madera esparcidas sobre la alfombra. Me desplomé en el suelo, con los ojos desencajados, mirando hacia la caja. Pude advertir una nueva etiqueta, una nueva frase que no comprendí en su momento: “Muchos se vuelven locos intentando locuras, creyendo que no son lo que verdaderamente son”.

Y de nuevo, desperté. Otra maldita pesadilla. Me había quedado dormido en el sofá. Miré la hora y tomé una determinación: escribir este texto.

EEpílogo

  Un relato francamente aterrador, Sr. Evan. Es usted un tipo con suerte. No harán falta ni polisomnografía nocturna, ni examen de Latencia Múltiple del Sueño ni un examen genético de sangre. Ninguna de estas pruebas sería tan concluyente como su escrito.

 No le sigo, Doctor. ¿A qué se refiere?

Narcolepsia. Se reflejan prácticamente todos sus síntomas: somnolencia excesiva diurna, alucinaciones hipnopómpicas, parálisis del sueño…

 Es imposible. Todo ha sido demasiado real.

 Todo le ha parecido demasiado real. Es curiosa su fijación por el mundo vampírico. Una pregunta: ¿cree que es uno de ellos? Mejor aún, ¿cuánto hace que no se mira en el espejo?

¿Por qué lo dice, Doctor?

  Por su magno bigote, acaparador de seguro muchas miradas, Sr. Evan. El tipo que describe es usted. Su reflejo, vaya. No existe tren con ventanales negros. Aquí entra en juego la parálisis del sueño; sus ojos se despiertan, su cuerpo no. El resto, efectos especiales, pesadillas y alucinaciones varias. Convendría hacer una relectura para poder discernir entre lo que ha sido real y lo que no. En algunos casos, será difícil concretar. ¿Preparado?

 Usted es el experto. ¿En serio no hace falta pasar ninguna prueba para asegurar el diagnóstico?

 Mi deber como médico es hacerlas, y así se harán, no vaya a ser que luego presente una querella por negligencia. Por cierto, es sólo curiosidad. ¿Recibió realmente el paquete? Dígame la verdad, ¿qué había en su interior?

 Sí. Un ataúd. Habrá sido algún cliente. Fijación por el mundo vampírico… supongo.

 

 

 

¡Nos leemos!

 

Hoy os dejo con dos relatos breves con temática del ‘más allá’. Espero os gusten y, quién sabe, quizás os hagan reflexionar: Presencia y Al final del túnel

 

¡Que los disfrutéis!

 

PRESENCIA

 

¿Crees en los fantasmas? Yo antes no, hasta hace bien poco. Me mudé a los apartamentos del centro de la ciudad, deseoso de iniciar una nueva vida. La verdad es que noté preocupación en la mirada del portero al entregarme las llaves, como si quisiera transmitirme algo.

Vivo en un ático espacioso, donde el silencio, normalmente, reina por doquier: ningún estruendo, ninguna distracción. Una noche, escuché algo estremecedor. Parecían sollozos, pero sonaban muy, muy distantes. Me quedé extrañado y pegué el oído a la pared que sujetaba la cabecera de mi cama. Pararon. Otras veces había advertido por la mirilla la llegada del ascensor. Juraba que únicamente vivía yo en aquella planta, a juzgar por el cartel de “se vende” que se mostraba desde fuera. Pregunté a la vecina de abajo, quien confirmó mis sospechas. Hace exactamente una semana, mi cuadro preferido se estampaba contra el suelo tras cinco sonoros golpetazos que me encogieron el alma.

Hasta que descubrí la verdad.

Anteayer, al regresar de la compra, recogí la correspondencia como otras tantas veces, pero esa vez hubo algo que atrajo mi atención. Una carta sobresalía del buzón de al lado. La abrí cuidadosamente, no sin antes cerciorarme de que nadie se encontraba por allí. Decía lo siguiente: “Abuela, felicidades en tu centésimo vigésimo tercer cumpleaños

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AL FINAL DEL TÚNEL

 

Cada noche intento cogerlos. Cada maldita noche aparecen ante mí sin poder hacer nada en absoluto. Aún recuerdo el accidente del túnel de Fost Valley. Me contaron que mis padres y mi hermano no sobrevivieron al volcar el coche y quedar atrapados entre el amasijo de hierros. Que yo tuve la fortuna de salir despedido del auto. Recuerdo efímeramente cómo la camilla me alejaba de mi familia mientras una intensa luz les rodeaba. Ya han pasado cuatro años, y sigo viéndolos todas las noches, lamentando haberlos dejado sin poder hacer nada en absoluto.

Desde entonces, dicen que no ando muy bien de la cabeza. Que en el siniestro me golpeé de gravedad afectando a mi cerebro. Quizá tengan razón, pero ahora sé que los míos están vivos, por mucho que procuren convencerme los médicos. Estoy harto de leer cómo la gente los describe, como si estuvieran esperando a alguien, al final del túnel. Todo encaja como un puzzle. Aún me esperan. Sé lo que debo hacer para reunirme ellos.


¡Nos leemos!