Dos relatos breves más, de la vida cotidiana, autobiográficos: petardo casero y Atracando que es gerundio, siendo éste útlimo en tono tragicómico.

 

Petardo casero

Las pequeñas lagartijas correteaban incansables en una botella de plástico bajo la atenta mirada de Henry y sus colegas, los cuales conversaban sobre la enésima travesura que tenían planeada. Ciertamente, no hacía falta ser un Séneca para darse cuenta que aquellas inofensivas criaturitas de Dios eran un añadido de regodeo o, más bien, de crueldad.

Todo estaba dispuesto. Eran las cinco de la tarde, la hora en la que normalmente el vecindario aún estaba ultimando la siesta. El descampado, rebosante de porquería, mala hierba y sol propio de período estival, se trataba del lugar elegido para llevar a cabo su fechoría.

Repasaron nuevamente la receta: aguarrás, aluminio, lagartijas, botella y teléfono móvil. En efecto, entre todos habían conseguido reunir los ingredientes suficientes para echarse unas risas. La idea había llegado a sus oídos gracias al profesor de química, algo inusual pues nunca prestaban atención a las explicaciones. No obstante, oír la palabra “gamberrada” de su boca les hizo poner los cinco sentido.

Llegó el ansiado momento. Henry llenó la botella de aguarrás hasta más o menos la mitad, mientras el resto de la banda creaba bolitas pequeñas con el papel de aluminio. Cuando creyeron tener suficientes, las introdujeron rápidamente a la vez que señalaban a los desdichados reptiles. Ahora tocaba agitar para que la mezcla resultara efectiva.

Hecho. Desde una distancia prudente, se encontraban los cuatro tras un banco apuntando con el teléfono móvil para grabar su obra maestra. La aparición de un sonido, al que siguió una carcajada histérica, indicaba que el experimento funcionaba. Un instante después, el movimiento brusco del bote hacia la derecha encogió a los chavales, los cuales retrasaron aún más su posición; sin embargo, de ahí no se movía nadie hasta que aquello fuese comprobado con sus propios ojos.

El proceso siguió su curso. El aguarrás, ya mezclado con el aluminio, formó un líquido homogéneo negro que comenzó a crecer en el interior; la combustión prácticamente completa. Los gases despedidos, condenados a expandirse, retorcieron las paredes y el cuello del recipiente, que comenzó a hincharse con si fuese un globo.

¡¡¡BOOM!!! Tras la ensordecedora explosión, una columna de humo emanó del desastre. Exaltados de alegría, brincando y orgullosos del éxito, se acercaron a los restos pomposos para contemplar. Ni rastro de los animalillos. El tapón seguía en su sitio. Felices como estaban, la mente de uno de ellos, como ya le sucediera al hombre en el pasado, pareció evolucionar un nivel:

¿Y si a la próxima metemos clavos?


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ATRACANDO QUE ES GERUNDIO

Atardecer de un 28 de diciembre de 2001. Mis colegas y yo estábamos en la calle, haciendo algo –no recuerdo bien- y me acerqué al contenedor de papel; supongo que para tirar algún cartón o alguna hoja, aunque su naturaleza da igual porque es irrelevante. Levanté la mirada y advertí que alguien que había saltado una valla se dirigía hacia donde me encontraba. Llevaba unas pintas para echar a correr en el momento, pero cada uno viste como le venga en gana, ¿no? Cuando se cruzaba conmigo, se paró y me preguntó algo que dejaría descolocado al más pintado. Me acusaba de haber pegado a su primo, un tal David; mientras, mis amigos, a unos metros de la escena, intentaban curiosear.

En efecto, no había tenido ninguna confrontación con nadie, por lo que repliqué con un “te estás equivocando, abogado, lo juro por Dios, tío”, cual Robert de Niro; entonces estaba de moda gracias a Cruz y Raya. Aquello no le debió de gustar mucho y recriminó que estaba burlándome de él –tal vez no conocía la frase… o yo que sé-

Sin saber cómo, seguramente por lo concentrado que estaba en ese instante, nos habíamos alejado del lugar y conversábamos como si fuéramos conocidos de toda la vida. Nada más lejos de la realidad. Me percaté de que guardaba una navaja –modelo Rambo por lo menos- en la manga de su abrigo, y continuaba encendiendo un porro de los buenos, a juzgar por el característico olor del humo. No era una buena señal eso, la verdad que no.

Tras hablar largo y tendido -parecíamos dos marujas cualesquiera-, me fijé en que Álvaro, uno de los colegas cobardes –sí, cobardes porque no se acercaban ni “por error- se encaramó a la copa de un árbol, a saber por qué, y se puso la mano a modo de visera –nuevamente, sin saber por qué- sentándose a observarnos. Mientras, otro de los gallinas se metió entre una maraña de matorrales agazapado.

Yo, que no hacía más que mirarle de arriba abajo, me estaba poniendo malo. Pero malo, malo de verdad, me puse después. Primero, me alentó a pasear a la vez que seguíamos con el diálogo, a lo que me negué con rotundidad. Después, siguió con un “¿por dónde paras?”, para terminar con “dame lo que lleves encima”. Con tembleque de piernas pensé: “creo que has dado con el tipo equivocado”. Y no porque fuera “un hacha” de las artes marciales –sabía defenderme, eso sí- , sino porque no llevaba nada encima de valor; ni móvil, ni dinero, ni reloj, ni nada de nada. Lo más que tenía para ofrecerle eran las Reebok Classic, pero las necesitaba para “salir por patas”.

Sin embargo, algo cambió todo. Repentinamente, vi una luz tras el chorizo de las narices. La luz –de la que tanto hablan los que han estado a un paso de la muerte – me daba la bienvenida, o la “malvenida”, aún no lo sabía. Por fortuna, estaba equivocado por el shock. Era el resplandor de una moto de la policía que venía a socorrerme. Fue el tipejo el que tuvo que “salir por patas”. Al parecer, ya había intentando robar a dos chavales más de la zona. Se le podría incluso admirar, pues el muy pillo aprovechaba bien sus trayectos.

 

¡Nos leemos!